IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Qué clase de nocivo magnetismo tendrá el poder para que personas de prestigio se vuelvan incapaces de un gesto digno

Amuchos ciudadanos, no necesariamente de izquierdas, les (nos) pareció en su momento una idea sensata la designación como ministro de Fernando Grande-Marlaska. Eran los días del ‘Gobierno bonito’, aquel prometedor equipo donde la presencia de Margarita Robles, Maxim Huerta o Luis Planas auguraba una gestión de socialdemocracia moderada que no tardó en mostrar su verdadera cara de mero gabinete de propaganda. Marlaska llegaba rodeado de su aura de independencia y de la empatía que supo generar como juez instructor de muchos sumarios contra miembros de ETA, una reputación suficiente para desoír los avisos que algunos compañeros suyos de carrera susurraban en el oído de la prensa. Lo tachaban de ambicioso, cualidad que en política no tiene por qué ser en principio negativa, y de oportunista. Pero venía avalado por una trayectoria lo bastante sólida para constituir una garantía. Era difícil imaginar que él mismo se iba a empeñar en no hacerle justicia.

Seis años después sobran razones para haber escuchado aquellas advertencias. Desde su arbitrarios ceses de oficiales antiterroristas a sus órdenes de monitorizar las críticas a la gestión de la pandemia. Desde la ligereza con que ha aliviado a los presos etarras a la insolvencia jurídica con que ha atropellado la ley en las fronteras de Melilla y Ceuta. Desde la incompetencia de la crisis migratoria canaria al ridículo de las navajitas y las balas en la campaña electoral madrileña. Desde las purgas en la Guardia Civil de Cataluña a la retirada de la Benemérita en las carreteras navarras. Desde la agresión homófoba falsa al caos en las salas de extranjería en Barajas. De los varapalos del Supremo –¡¡a un magistrado!!– a la reprobación del Congreso con el voto de los propios aliados del Gobierno. Y ahora el escándalo de la supresión del grupo antidroga del Estrecho y el asesinato de dos agentes del orden en clara indefensión de medios.

Cualquiera de esos asuntos, por separado, debería haber supuesto su apartamiento del cargo, forzoso o voluntario. Ahí sigue, sin embargo, a punto de convertirse en el responsable de Interior que más ha durado en el período democrático. Los ministros suelen ser fusibles que saltan para proteger al mando pero el presidente sabe que su colaborador se ha limitado a ejecutar sus órdenes bajo el principio de la ‘longa manus’. Descartado el relevo, que él mismo esperaba con una embajada como próximo destino, la pregunta es por qué un hombre achicharra su brillante currículum en vez de darse una salida digna a sí mismo. Qué clase de orgullo o de interés le sostiene ante la ira de una viuda capaz de rechazar la condecoración póstuma de su marido. Y más allá, cuál es el atractivo fatal, el tóxico magnetismo que el poder ejerce sobre personas dispuestas a arruinar su prestigio al punto de malversar el crédito y el respeto que muchos españoles les concedimos.