- Las élites le vienen fallando a España al menos desde el Gran Desastre. Un fatalismo cercano al autoodio tiñe los actos, obras y reflexiones que conforman la opinión pública desde antes de la irrupción de la expresión «opinión pública»
Por desgracia, Sánchez no preside un gimnasio o una comunidad de vecinos, puestos donde alcanzaría su nivel de incompetencia. Siempre podemos poner el foco en los sanchistas, corresponsables de la caída de la España democrática en los infiernos de la autocracia: las élites de todo tipo, financieras, académicas, mediáticas, culturales, funcionariales y políticas. Pero las élites le vienen fallando a España al menos desde el Gran Desastre. Un fatalismo cercano al autoodio tiñe los actos, obras y reflexiones que conforman la opinión pública desde antes de la irrupción de la expresión «opinión pública». La dinámica cultural española es un bucle que va de la degradación de lo propio a la exaltación del que degrada, que puede así seguir degradando(nos) en un ciclo de niveles ascendentes. La degradación más popular serían los premios Goya. Su récord de indignidad es discutible: en la edición del «No a la guerra» se retrató el sector, y en la del otro día apareció la esencia del sanchismo: la presencia presidencial contrastando con su ausencia en el funeral de los guardias civiles; una groupie de Sánchez en la televisión pública; las habituales trolas sobre la rentabilidad del cine español en boca de Almodóvar, el mismo que denunció ante la prensa internacional un golpe de Estado de Aznar y que, cuando tiene delante a un golpista de verdad, no nota nada raro. Cabe, sí, glosar las varias expresiones del sanchismo, pero no esquivar, pobres columnistas, la más deprimente realidad nacional: el poder en el autogolpe lo detenta un presuntuoso traje vacío, y es forzoso dedicarle atención a eso, a ese.