JUAN CARLOS GIRAUTA-EL DEBATE
  • Las élites le vienen fallando a España al menos desde el Gran Desastre. Un fatalismo cercano al autoodio tiñe los actos, obras y reflexiones que conforman la opinión pública desde antes de la irrupción de la expresión «opinión pública»

Sepan que escribir sobre Sánchez no es un plato de gusto. El columnista serio se ve obligado a realizar esfuerzos notables para aportar al personaje el interés que no tiene. Pónganse en nuestro lugar. Tenemos ahí a un tipo que no podemos eludir porque es presidente del Gobierno, y el género literario del columnismo arranca siempre de la actualidad, pasa por ella o a ella llega. No hay pues modo de ignorarlo, mucho menos cuando es el cabecilla de un golpe de Estado que está triturando con fruición no ya los consensos de la Transición –tan invocados, pero aniquilados ya por Zapatero– sino las mismísimas bases de la democracia liberal: el imperio de la ley, la igualdad ante la ley, el sometimiento de los poderes públicos a la ley… Sánchez tiene un problema con la ley. Para atenuarlo, se ha dotado de una Fiscalía cuyo vértice jerárquico depende de él, por usar la expresión con que se refirió el Ministerio Fiscal. Se ha procurado un Tribunal Constitucional cuyo presidente acepta el lodo en su toga y, al contrario que el exministro de Justicia Juan Carlos Campo, no piensa apartarse de las deliberaciones y futuras decisiones relacionadas con la Ley de Amnistía. Por no mencionar lo que supondría haber colaborado o asesorado de algún modo al hombre de Puigdemont encargado de redactar la norma en comandita con el Grupo Socialista del Congreso.

Por desgracia, Sánchez no preside un gimnasio o una comunidad de vecinos, puestos donde alcanzaría su nivel de incompetencia. Siempre podemos poner el foco en los sanchistas, corresponsables de la caída de la España democrática en los infiernos de la autocracia: las élites de todo tipo, financieras, académicas, mediáticas, culturales, funcionariales y políticas. Pero las élites le vienen fallando a España al menos desde el Gran Desastre. Un fatalismo cercano al autoodio tiñe los actos, obras y reflexiones que conforman la opinión pública desde antes de la irrupción de la expresión «opinión pública». La dinámica cultural española es un bucle que va de la degradación de lo propio a la exaltación del que degrada, que puede así seguir degradando(nos) en un ciclo de niveles ascendentes. La degradación más popular serían los premios Goya. Su récord de indignidad es discutible: en la edición del «No a la guerra» se retrató el sector, y en la del otro día apareció la esencia del sanchismo: la presencia presidencial contrastando con su ausencia en el funeral de los guardias civiles; una groupie de Sánchez en la televisión pública; las habituales trolas sobre la rentabilidad del cine español en boca de Almodóvar, el mismo que denunció ante la prensa internacional un golpe de Estado de Aznar y que, cuando tiene delante a un golpista de verdad, no nota nada raro. Cabe, sí, glosar las varias expresiones del sanchismo, pero no esquivar, pobres columnistas, la más deprimente realidad nacional: el poder en el autogolpe lo detenta un presuntuoso traje vacío, y es forzoso dedicarle atención a eso, a ese.