MANUEL ARIAS MALDONADO-EL MUNDO

TODO LO que está sucediendo en Cataluña puede explicarse de manera sencilla: el nacionalismo persigue un objetivo antidemocrático en el marco de un régimen democrático. Va de suyo que el nacionalismo dice estar haciendo justo lo contrario; conoce bien la fuerza legitimadora que posee el lenguaje de la democracia. Pero es en nombre de ese objetivo rupturista que los dirigentes nacionalistas someten la legalidad constitucional a la máxima tensión posible: presentan querellas inverosímiles, instrumentalizan la policía autonómica, formulan amenazas. Despachar estas últimas como mera retórica para consumo interno es difícil tras los acontecimientos de hace un año; de ahí la oportuna advertencia del presidente del Gobierno sobre una posible repetición del 155.

En semejante contexto, sería imprudente ver en los famosos lacitos amarillos una simple anécdota festiva. Porque no lo son. Cuando el lacito pasa de figurar en las solapas de los ciudadanos a ocupar masivamente los espacios comunes ante la inacción del poder público, se viola el principio de neutralidad que obliga a las instituciones. Y cuando la policía autonómica recibe la orden de identificar a los ciudadanos que retiran esos lazos, se cruza una línea mucho más peligrosa: la restricción pública de los derechos constitucionales de una parte de la ciudadanía. Se busca patrimonializar el espacio público tanto como intimidar sobre el terreno a los discordantes: algo sabe de eso nuestra historia reciente.

Si aplaudiéramos el uso irrestricto de los lacitos, de hecho, estaríamos apoyando una concepción del espacio público parecida a la que pone en práctica quien baja a la playa con la radio a todo volumen: el lugar donde manda el más fuerte. Debe ser justo lo contrario: un espacio escrupulosamente regulado para hacer posible la convivencia entre diferentes y la protección de las minorías. Tampoco es el lazo amarillo un signo cualquiera: expresa la peregrina idea de que España no es un Estado de Derecho. Una idea que, como es evidente, no puede hacer suya ninguna institución de ese mismo Estado.

Por lo demás, resulta llamativo el silencio de los pensadores deleuziano-spinozistas que defienden con ardor el uso político del cuerpo como defensa última contra el poder. ¿No se ajusta como un guante a su marco teórico la conducta del ciudadano que se rebela contra la colonización nacionalista del espacio común? Se ve que no todos los cuerpos son iguales. O que no todos los ciudadanos valen lo mismo.