Editorial-El Español

En sólo cinco meses llegará la primera bola de partido a la que el Partido Popular consagra gran parte de su fortuna. Sabe bien Alberto Núñez Feijóo que en las urnas autonómicas y municipales de mayo se construirán los cimientos del puente que tiene que dirigirlo a la Moncloa, definitivamente, en las elecciones generales de diciembre. La lógica viene avalada por el precedente que sentó José María Aznar, con una dinámica que concluyó con la derrota de Felipe González en 1996.

Hasta la fecha, los números cuadran en Génova. El último sondeo de Sociométrica, publicado este primero de enero en EL ESPAÑOL, refleja que el expresidente de la Xunta amplía su ventaja sobre el PSOE de Pedro Sánchez y arranca el doble año electoral con 5,3 puntos de ventajas sobre su principal oponente.

A Sánchez no se le escapa que, para revalidar su mandato, tiene que sortear a toda costa el cataclismo en primavera. Nada más explica que el presidente del Gobierno ya esté sometiendo al Estado a un peligroso sobreesfuerzo con un gasto social que, a riesgo de comprometer el equilibrio económico del país, constituye el pilar fundamental de su programa de reelección.

La verdad sea dicha, a pocas semanas del primer duelo electoral, no está surtiendo efecto. El PSOE no logra cerrar la brecha que se abrió desde los comicios en Andalucía y las medidas sociales no contrarrestan el desgaste de los pactos con ERC, la eliminación del delito de sedición, la reforma de la malversación o las malas artes parlamentarias, finalmente bloqueadas, para constituir una mayoría afín en el Tribunal Constitucional.

Después de meses de convivencia entre Sánchez y Feijóo, conviene enterrar cualquier expectativa de consenso o acuerdos amplios entre los partidos mayoritarios hasta el final de legislatura. Tampoco parece muy probable que, agotado este mandato, se tiendan la mano con naturalidad tras el final del ciclo electoral. Todo apunta a que no sólo se mantendrá la lógica de bloques que caracterizó a 2022, sino que la polarización se agravará y se robustecerán las alianzas constituidas a izquierda y derecha, sin fuerzas de centro con la capacidad de maniobra para evitar lo que ya parece inevitable.

Varios presidentes regionales se han referido a esta realidad. Uno de los más contundentes fue el socialista aragonés Javier Lambán, que lamentó que “la gobernabilidad del país” dependa de “extremistas e independentistas”. Y lo cierto es que la situación que se presenta en España es verdaderamente dramática. Que la suerte de Feijóo y Sánchez se dispute en las urnas municipales, autonómicas y nacionales es lo de menos. Más importante que el destino de los candidatos es la lógica de bloques impermeables que surgirá de los resultados, con las deudas contraídas a un extremo y otro de las fuerzas mayoritarias.

Si queda una nota reconociblemente negativa de 2022 es el matrimonio público de Sánchez con Unidas Podemos, ERC y Bildu. El precio cobrado por el apoyo firme a la legislatura es altísimo, con leyes profundamente erosivas como la ley trans o la ley del sólo sí es sí, reformas penales diseñadas a medida de los promotores del golpe a la democracia de 2017 y decisiones tan simbólicas como la expulsión de la Guardia Civil en Navarra.

Si la España de 2023 es un drama político en dos actos se debe, en esencia, a que se presentan a las urnas dos perspectivas inhabilitadas para el encuentro, dos modelos antagónicos en cada uno de los frentes. Con dos visiones para afrontar la economía, donde todos los cuadros macroeconómicos son desastrosos, aunque no lo parezca a corto plazo. Con dos concepciones de la política territorial. Con dos maneras de comprender la sociedad, como constata el fanatismo que rige las iniciativas estrella de Irene Montero. Con menos y menos consensos básicos entre PP y PSOE, incluso a cuenta de la España constitucional.

Si las urnas no producen un ejercicio de equilibrio, la actual mayoría compuesta por la izquierda, la extrema izquierda y los separatistas tendrá un poder inmenso, reforzado por el nuevo ciclo del Tribunal Constitucional. Uno que garantiza hasta nueve años de una mayoría progresista en la que, por primera vez, el cupo del Gobierno está cubierto por dos altos cargos del máximo representante del Poder Ejecutivo.

El telón no caerá hasta final de año. Pero las municipales y autonómicas escribirán, en fin, los primeros capítulos del guion político de los próximos años.