Arcadi Espada-El Mundo
La mayoría política que provocó la aplicación del artículo 155 ha obtenido de nuevo la victoria. Ha sucedido en unas condiciones de movilización inapelables que acaban, y de una vez para siempre, con las míticas interpretaciones sobre el significado de la participación en unas elecciones catalanas. Como suele ser corriente la abstención catalana ha sido transversal. Y seguiría siéndolo, probablemente, si esa materia oscura –la que va desde el 80% hasta el 100% de participación– hubiera comparecido. Las ilusiones al desván. Cataluña es lo que es. Un lugar donde la razón política se ha perdido. Más de dos millones de catalanes han dado su asentimiento al paisaje arrasado que queda después de cinco años de proceso. Y han dicho a sus líderes políticos que hay que profundizar en el paisaje.
A estas alturas cabe esperar que nadie invoque la teoría del desconocimiento, del engaño o de la hipnosis, proyectados sobre unos inermes ciudadanos secuestrados por sus élites. Cualquiera de los votantes del frente de la revolución sabía el sentido de su voto y conocía sus posibles consecuencias. Porque estas consecuencias estaban expuestas en el inmediato pasado: descalabro económico y descalabro político. Ni la fuga de empresas, ni las cifras desoladoras en casi todos los ámbitos de la actividad económica, ni la suspensión de la autonomía eran especulaciones más o menos inscribibles en la retórica del miedo, como podían haberlo sido en las elecciones de 2015. Ni tampoco, como en 2015, los votantes separatistas podrían argumentar ahora que el sentido de su voto era estratégico, que lo único que pretendían era una negociación, cargada de fuerza, pero aún autonómica. Mucho menos podría argumentarse ambigüedad.
Los partidos separatistas han ido a estas elecciones proponiendo república, unilateralidad e independencia, sin apartarse un ápice de la política de hechos consumados de la legislatura interrumpida. Ni siquiera les han frenado los consejos de sus abogados: tras unos días de relativa vacilación, incluso personas que fueron sometidas a una libertad condicionada a su aceptación de la legalidad, como Carme Forcadell, dejaron a un lado sus recelos y actuaron como antes de declarar ante el juez. El voto ha sido, pues, consciente y responsable. Son, justamente, esas dos características las que permiten calificarlo como un voto infame, que merece el desprecio de cualquier demócrata, porque es un voto que llama al asalto y a la destrucción de la democracia española. No todas las opiniones son respetables. Una opinión no se convierte en respetable porque la comparta un gran número de personas. Tenga el eco que tenga, la opinión nacionalista catalana, hoy traducida en este voto dramático, seguirá siendo xenófoba y, por tanto, atentatoria contra la convivencia entre catalanes y entre españoles.
Pero aunque el mal siempre provoca deslumbramiento, la decisión electoral tiene su explicación. La democracia es un juego entre convicciones y las convicciones no fraguan con rapidez. El 40% de franceses que apoyan al Frente Nacional no fraguaron ayer, sino a lo largo de un áspero proceso de consenso. No será fácil que tales convicciones desaparezcan de la noche a la mañana ni siquiera contando con el carácter plástico de la posmodernidad. El sociólogo argentino Silvio Waisbord explicaba en un artículo de mayo de este año en el New York Times las dificultades de penetración que en determinadas circunstancias tiene la verdad: «Hay creencias resistentes a la información, especialmente si están sólidamente engarzadas con identidades individuales y colectivas: si son parte de un ‘cerebro ideológico’ que filtra la realidad según convicciones férreas sobre el mundo. De hecho, la información puede incluso inducir una ‘resistencia motivada’ cuando pone en jaque convicciones y valores personales. Las falsedades son ‘pegajosas’ si están arraigadas en sentimientos de identidad». Sin duda alguna: y pocas falsedades tan pegajosas como la nacionalista.
También por esta razón es un vulgar ejercicio de sectarismo político el intentar responsabilizar al presidente Rajoy de este resultado mediante la inversión del mecanismo que hasta hace pocas semanas lo había convertido en un genio estratégico. La aplicación del artículo 155 y la convocatoria subsiguiente de elecciones no fueron medidas destinadas a revertir la sólida mayoría parlamentaria del separatismo. Fueron medidas destinadas a dar al independentismo una contundente oportunidad de rectificación. El separatismo decidirá si va a aprovecharla o perseverará en su voluntad, hasta ahora exitosa, de llevar a Cataluña a la ruina moral, política y económica. Pero, en cualquier caso, pensar que una prolongación de varios meses del 155 iba a permitir el restablecimiento de la razón en Cataluña es desconocerlo todo sobre la gravedad del problema y aproximarse a esa visión superficial e indolente que en el resto de España se ha tenido hasta ahora sobre el veneno del nacionalismo.
Rajoy deberá responder, en cambio, por dos cuestiones distintas. La primera, ante sus militantes, por el pobrísimo resultado que ha obtenido su partido, a un paso de convertirse en extraparlamentario. Las razones son diversas y obviamente no es la menor el formidable y emocionante impulso de Ciudadanos; pero el presidente habrá de tejer con ellas un discurso que se antoja ahora muy difícil. La segunda cuestión, y mucho más importante, es la que emplaza a Rajoy a utilizar toda su autoridad política y la de la ley para que Cataluña no caiga en el absoluto hundimiento. No se conoce aún el uso que el separatismo vaya a hacer de su mayoría parlamentaria; pero el Gobierno deberá aplicar medidas urgentes y drásticas si la voluntad del separatismo es la de la reincidencia. Estas medidas se resumen en la necesidad de asegurar el pleno control y gobierno de la autonomía catalana para garantizar la viabilidad de los negocios, incluidos también los del alma.
Es una evidencia desastrosa que estas medidas chocarán, aparentemente, contra la opinión mayoritaria de los catalanes. Si digo aparentemente es porque los conozco a la perfección, incluso a los bien paridos, y sé que muchos de ellos están felices de votar por la independencia con la cobertura del artículo 155: blindados cartera y corazón. Pero, en cualquier caso, y sea con el asentimiento o no de buena parte de sus ciudadanos, Cataluña podrá ser rescatada por España. Así se limitarán los peores efectos de los rasgos que Thomas Bernhard atribuía a esas pequeñas naciones europeas, Austria, Luxemburgo o Suiza. Como Cataluña, llevaban la fama de amables, liberales y encantadoras. Como Cataluña, su fondo sólo era hipócrita, caótico y demoníaco.