La carambola que ha desembocado esta semana con la llegada de Pedro Sánchez a Moncloa ha descolocado a los partidos. En el PSOE esperan que Pedro Sánchez no haga grandes reformas ni concesiones a Torra y que llene su gestión de simbolismos
«Cada etapa histórica se distingue por una manera particular de experimentar el tiempo. La nuestra es la época de la aceleración. Este fenómeno explica en buena medida cómo funcionan hoy en día la economía, la política, las relaciones sociales y nuestra psique. Percibimos una sucesión constante de eventos que se desplazan unos a otros rápidamente. La velocidad es tal que se vuelve imposible estructurar una trama que dé sentido a los hechos y los entreteja en un conjunto coherente». Las palabras del profesor mexicano Luciano Concheiro en su ensayo Contra el tiempo ayudan a describir cabalmente la coyuntura de la política en España.
El tiempo se aceleró ya hace tres años, en las elecciones del 20-D, pero no ha sido hasta esta semana cuando esa aceleración ha tomado velocidad de crucero. Los españoles han asistido, atónitos, a un vuelco político que ha llegado a una velocidad de vértigo. En apenas 72 horas, España ha cambiado de presidente, de Gobierno y de etapa política. A una velocidad tal, que ni siquiera sus protagonistas han tenido la capacidad de controlar las consecuencias de sus decisiones, movimientos, reuniones, contactos, llamadas, mensajes o declaraciones públicas.
El vuelco ha llegado acompañado también de otra característica de este tiempo. La emocionalidad. Los gestos. Las imágenes. Los símbolos. Desde el regreso del sí, se puede a las lágrimas del PP. Desde Pedro el resucitado a Rajoyel desaparecido. La sonrisa del destino, la fortuna que favorece a los audaces. Las caras de perplejidad de los diputados socialistas. El rostro y la voz contenidamente tristes de la presidenta del Congreso, Ana Pastor, cuando tuvo que dar por finiquitado a su amigo, el presidente Rajoy, para dar la bienvenida al presidente Sánchez.
La despedida que decenas de diputados del PP brindaron a Mariano Rajoy en el patio del Congreso, al grito de «presidente, presidente», puso fin a los tres días de pasión. El líder del Partido Popular había abandonado ya el recinto y sus parlamentarios seguían en corro, gritando «presidente, presidente» a un fantasma.
Hace sólo diez días, el PSOE se lamentaba de la invisibilidad de Pedro Sánchez. El mismo líder político que ha llegado a La Moncloa en tres días de vértigo, gracias a una serie de carambolas que llevaron a 180 diputados a votar sí a su moción de censura. Una mayoría de la Cámara articulada en torno a los partidos de la nueva izquierda, los nacionalistas y los independentistas. Una nueva mayoría aritmética, consecuencia de los dos últimos procesos electorales, pero que no se había manifestado como tal hasta la fecha.
Hace dos años, Pedro Sánchez no pudo contar con esos votos para ser elegido presidente porque su partido se lo prohibió. La sentencia del caso Gürtel se lo ha permitido en esta ocasión. Aunque es difícil estructurar un relato que dé sentido a la carambola, lo sucedido de martes a viernes se puede resumir así. La moción de censura contra Rajoy estaba destinada al fracaso hasta que los nacionalistas vascos y catalanes hicieron piña para evitar la convocatoria de unas elecciones generales inmediatas, que se presentaban como inevitables, después de que Pablo Iglesias –tras hablar con Albert Rivera– anunciara que, si Pedro Sánchez fracasaba, presentaría una segunda moción instrumental para convocar los comicios.
El PNV no quería unas elecciones en las que Albert Rivera aparece como favorito e inclinó la balanza. Mientras se producían contactos de todos con todos entre los partidos de la nueva mayoría, el presidente Rajoy, inerme, intentaba desde La Moncloa convencer a los nacionalistas vascos –y a su entorno económico– de que la estabilidad política y económica sólo podía garantizarla él.
«Inconcebible, imposible, surrealista, absurdo, inverosímil, surrealista, trágico, horroroso, ilusionante, desconcertante, confuso, extraño, asombroso». Todas estas palabras se escucharon el viernes en el Congreso, tras la elección de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno.
El vuelco repentino de la política en España obliga a los partidos a replantearse sus estrategias y su futuro con el horizonte de unas elecciones generales que no se celebrarán antes de un año. La principal incógnita es qué hará el presidente Sánchez. La mayoría que le ha elegido no es homogénea, tampoco expuso ante la Cámara un programa concreto de actuaciones –más allá de respetar los Presupuestos de Rajoy– y su mandato será necesariamente provisional.
La mayoría de los dirigentes socialistas consultados aseguran que Sánchez «no hará ninguna tontería, ni dará razones para que cuaje el relato del PP y Ciudadanos de que se ha aliado con los independentistas para ayudarles a romper España».
En opinión de personas cercanas a Sánchez, no podrá impulsar grandes reformas «porque no puede contar con un PP radicalizado que ha vuelto a 2004 y que le tratará con la misma saña con la que trató a Zapatero».
Lo que sí espera el PSOE es una presidencia cargada de actuaciones simbólicas, medidas concretas en materia social y de lucha contra la desigualdad, una potente agenda feminista, imágenes que permitan distanciarse claramente de su antecesor, guiños al electorado de Podemos y diálogo en Cataluña sin cesiones concretas al independentismo.
La crisis catalana será una piedra de toque para el nuevo presidente, aunque la sensación general en su partido y en las formaciones independentistas es que la tensión con el Gobierno se va a relajar. Siquiera sea en el terreno de las proclamas y en la escalada de confrontación dialéctica.
La palabra «diálogo» no se le caerá de la boca al nuevo presidente. Sánchez presidirá un Gobierno débil, pero con «talante», concepto que popularizó su inmediato antecesor socialista José Luis Rodríguez Zapatero. Los gestos simbólicos presidirán la gestión del tercer presidente socialista de la democracia. El primero llegó ayer mismo, al prometer su cargo ante el Rey sin Biblia ni crucifijo encima de la mesa. Es el único presidente del Gobierno que ha elegido tomar posesión con una fórmula «aconfesional». Sólo con la Constitución. Un guiño, sin duda, muy potente con el que Sánchez busca agradar una parte importante de la sociedad española. El próximo mensaje del presidente será su Gobierno, que se conocerá a mediados de la semana entrante.
Previsiblemente, será un Ejecutivo con ministros del PSOE, aquéllos que le acompañaron en su combate de las primarias, y personas independientes que puedan ser bien acogidas por su principal socio de moción: Podemos.
Votando a Sánchez sin contrapartidas, Pablo Iglesias se ha redimido de su negativa a apoyar la investidura del líder socialista en 2016, decisión que le ha perseguido hasta la fecha y que ha sido una de las razones de la crisis interna de Podemos. El partido morado tiene el reto de mantener el equilibrio entre su respaldo al nuevo presidente y su proclamado compromiso de pasar a la oposición, si la gestión de Sánchez no les convence.
De momento, según dijo Pablo Iglesias en la tribuna, se comerán «con patatas» los Presupuestos, pero intentarán presionar a Sánchez para que haga cambios en materia de política económica.
La oposición –más nutrida que nunca ya que PP y Ciudadanos suman 169 escaños– no se lo va a poner fácil al Gobierno del PSOE. Mariano Rajoy y Albert Rivera competirán por el liderazgo de la oposición a Pedro Sánchez.
El PP ha salido del lance de la moción de censura herido en su autoestima y con un intenso sentimiento de injusticia por haber sido desalojado del poder con malas artes. Un estado de ánimo que recuerda al de la derrota electoral de 2004.
Por lo escuchado en las intervenciones de sus portavoces y en los comentarios de sus diputados, el PP cree que Mariano Rajoy ha caído víctima de dos traidores: Pedro Sánchez y Albert Rivera.
Los mensajes de los parlamentarios populares culpan de la defenestración de su presidente al líder de Ciudadanos, por retirarle el apoyo tras la sentencia del caso Gürtel y pedir su dimisión y elecciones. El PP espera ver confirmado su relato de que Sánchez ha pactado con el independentismo catalán para destruir España.
Tanto Mariano Rajoy como su partido han quedado muy debilitados por las dramáticas circunstancias de su desalojo de La Moncloa. La incertidumbre interna sobre el futuro del líder –que condiciona el futuro del propio partido– afectará a su capacidad para hacer oposición al Gobierno de Sánchez. El tabú de la sucesión amenaza con ensimismar al PP en sus avatares internos.
También Ciudadanos se verá obligado a revisar completamente su estrategia de los últimos meses. Su posición en el tablero político ha quedado un tanto descolocada. Hasta la elección de Sánchez como presidente, Albert Rivera viajaba a lomos de las encuestas con una progresión vertiginosa en la intención de voto, merced al profundo e imparable desgaste del Gobierno de Mariano Rajoy.
Sin embargo, la previsible debilidad de un PP en crisis interna puede beneficiar su capacidad para situarse en el escenario político como principal alternativa a Sánchez. La intervención del líder de Ciudadanos en el debate de la moción de censura, en tono muy duro, dejó claro que no está dispuesto a pasar ni una al nuevo Gobierno, al que considera fruto de una alianza «grave» e indeseable de Sánchez con el independentismo y el populismo. Acosará a Sánchez exigiendo la convocatoria de elecciones en un plazo breve, y le presionará para seguir combatiendo al independentismo catalán con todas las armas legales y sin tregua.