Arcadi Espada-El Mundo
El partido que gobernó España hasta hace un par de días ha celebrado este fin de semana su congreso. Coincidiendo con la decisión de los tribunales alemanes de poner en libertad a Carles Puigdemont. Escuché los discursos del nuevo presidente, del anterior, de la ex vicepresidenta y de la ex secretaria general. Nadie mencionó el asunto. Desde ningún punto de vista. Debe de ser que el congreso no iba de política. Este invierno habrá un juicio a los responsables de haber provocado la peor crisis política de la democracia española. El juicio se celebrará bajo una sentencia: Europa considera que los nacionalistas no han cometido mayor delito. Esta afirmación no es recurrible. Y tiene innumerables justificaciones fácticas. Entre ellas debe elegirse el último auto del juez Llarena y la asombrosa manera con la que después de encajar la decisión del tribunal de Schleswig-Holstein extiende sus conclusiones al resto de prófugos residentes en Bélgica, Suiza o Reino Unido. El juez apenas da explicaciones de su actitud y ni se molesta en razonar por qué no ha agotado las vías abiertas ante los tribunales de estos países. Y es que creía conocer la sentencia. Como decía el periódico en su sintético y veraz titular del viernes: «Llarena pierde la fe en la UE».
A esta situación se ha llegado por mil caminos, y no es secundaria la instrucción errática de Llarena ni su pasión especulativa. La retirada de la primera euroorden en Bélgica, antes de que los jueces de ese país se pronunciaran formalmente, fue la primera y alarmante decisión con la que Llarena anunciaba a Europa la debilidad de su posición y de sus argumentaciones. Renunciaba así, por un incierto beneficio estratégico, a su obligación de perseguir al delincuente. Y desarticulaba la hipotética presión de las autoridades españolas sobre sus homónimas belgas. Fue allí, en aquella primera hora, cuando pocos en España podían concebir que Europa acabara convirtiéndose en un cómodo escenario y en altavoz privilegiado de los prófugos golpistas, donde el Estado, todos los instrumentos del Estado español, habrían debido conjurarse para que adquirieran encaje jurídico los hechos irrevocables: que el cabecilla de la organización criminal que había querido romper un Estado europeo había huido de la justicia española y se había refugiado en Bélgica. Hay quien cree que semejante presión conjunta –institucional, jurídica, política– no podía producirse, porque estábamos ante un asunto estrictamente jurídico. Naturalmente hay quien cree que los niños vienen de París y están en todo su Derecho. No solo era el Código Penal español el que no estaba preparado para afrontar una rebelión de las singulares características de la catalana. Es que no lo estaba Europa ni tampoco el mecanismo concreto de la euroorden. De ahí, aumentada por el vacío, la grave y perentoria necesidad de la política. La ambigüedad e incertidumbre de los mecanismos jurídicos podían servir por igual para adaptarse a los hechos como para obligar a los hechos a adaptarse. Todo era cuestión de fuerza. De potencia política. El resultado no ofrece dudas. Cinco años de sostenido y agobiante asalto a la democracia española han quedado perfectamente adaptados a un cómico delito de malversación. Y aún gracias porque el decaimiento de la euroorden abortó el previsible recurso de los abogados de Puigdemont: ¡que ya se habría visto!
El paso del tiempo aclarará qué hizo y qué no hizo realmente el Estado –jueces, fiscales y políticos– en estos meses decisivos. Pero cualquiera de esas informaciones venideras encajará con la evidencia básica: la posición política de España se corresponde con la geográfica. España sigue en el rincón de Europa. Así fue cuando el franquismo: la indiferencia europea ante la falta de libertades políticas contribuyó a la supervivencia del régimen de Franco y al mantenimiento de su cíclica crueldad. Así siguió cuando la Transición: mientras España trataba de que los cientos de muertos y heridos por año del terrorismo no exasperaran definitivamente a los militares y dieran un golpe de Estado, muchos países europeos, Bélgica, singularmente, acogían a los terroristas proporcionándoles un confortable asilo, miserablemente político. Dos veces en estas décadas España pareció abandonar para siempre el rincón. La primera mediante el protagonismo europeo. Esa época que simboliza el acuerdo político y humano de González y Kohl, y los generosos fondos de cooperación que pavimentaron la utopía socialista. La segunda, mediante la amenazante discrepancia: la alianza con la América de Bush le permitió a Aznar levantar el dedo índice en Europa con inédita eficacia; pero la invasión de Irak acabó con ese germen de política exterior y con el propio gobierno del PP. Luego vinieron Zapatero y Rajoy, la crisis, la obediencia, el rescate bancario y el profundo desprestigio, socavado desde el interior por la alianza nacionalpopulista, de la democracia española. El rechazo europeo al encausamiento de los nacionalistas, después de que Europa se lavara las manos durante años con el mantra del asunto interno, no puede desvincularse de ese desprestigio.
El principal problema español, que es la crisis política catalana, tiene ya una inquietante extensión europea. Es perfectamente lógico que el gobierno de Sánchez no quiera verla, y que haya pasado de puntillas, con la complicidad de buena parte de los medios, por la decisión de los jueces alemanes. De hecho, Sánchez ha legitimado, a ojos de tantísimos europeos, la relatividad de la fiereza del asalto nacionalista. En efecto, ¿quién puede entender, mirándolo a media distancia, que el presidente del Gobierno de la España asaltada por los nacionalistas gobierne hoy con el apoyo de los asaltantes? ¿Quién podría discutir desde la indiferente Europa que las famosas soluciones políticas, enfrentadas a las jurídicas, no sean lo que cabe imponer en este contencioso cuando el presidente del Gobierno de España ha sido capaz de llegar a un acuerdo político con los citados asaltantes? Aquel zapateresco «apoyaré el Estatuto que salga de Cataluña» es un juego de niños comparado con la que ha organizado Sánchez para poder ocupar la presidencia. Y sus consecuencias serán mucho más devastadoras. Este desarmado silencio sobre la humillación del Estado a manos de Europa es la primera. Pues tiene un carácter ineludible, porque Sánchez piensa como los jueces de Schleswig-Holstein, hace lo mismo que los jueces de Schleswig-Holstein y agradece lo que han hecho los jueces de Schleswig-Holstein.
Más sorprendente es que el nuevo presidente del Partido de la Vida y la Familia no haya dedicado un solo segundo de su abundante discurso de antes y después de la elección a reflexionar sobre el arrinconamiento. Aunque bien es verdad que ha gritado ¡Viva España! Este grito que nunca sé si celebra a un vivo o urge a un moribundo.
Sigue ciega tu camino
A.