HÉCTOR G. BARNÉS-El Confiencial
- Se ha convertido en el término de moda en nuestro país, aunque los ejemplos más habituales se encuentren en África o en las antiguas repúblicas soviéticas. ¿Por qué?
‘Estado fallido’ es un concepto con una definición bastante acotada. Por resumir, se trata de un Estado tan débil en el que el Gobierno ha perdido el control. El término fue acuñado a principios de los noventa por los estadounidenses Steven Ratner y Gerald Herman en ‘Foreign Policy’ para referirse a países como la Somalia dividida de la hambruna, repúblicas exsoviéticas o países surgidos de la disolución yugoslava. Hoy, figuran en el índice de ‘Estados fallidos’, los países anteriormente citados, Chad, Sudán, República Democrática del Congo, Afganistán o la República Centroafricana.
Desde la extrema derecha hasta el centro moderado pasando por los independentistas catalanes, el término se utiliza desde todas partes y contra todos
Como suele ocurrir con estas cosas, cualquier parecido con la utilización real (en muchos casos, importada del periodismo) es pura casualidad. El término ‘Estado fallido’ se utiliza ya para casi cualquier cosa. Hagamos recuento: para hablar de la polémica monárquica de la pasada semana, para referirse a la crisis del Estado autonómico, desde ámbitos independentistas para referirse al Estado español, para hablar de la gestión sanitaria de la Comunidad de Madrid y para pedir que nos invada Portugal. El politólogo Ramón Cotarelo utilizó el término en un libro de 2015 sobre la ‘desnacionalización’ de España.
Podría parecer que únicamente se emplea desde los extremos, pero es que también en el análisis político moderado se ha convertido en una muletilla habitual para protestar ante lo que suelen ser equivocaciones o debilidades de gobiernos o instituciones. Fernando Jáuregui, Toni Roldán en estas mismas páginas o Daron Acemoglu para referirse a Estados Unidos han esgrimido el famoso término para nombrar lo que en realidad son crisis institucionales frente a situaciones límite como una pandemia.
Una utilización banal del término que hace que los politólogos se tiren de los pelos. “Es un disparate aplicarlo a España, no hay otra forma de decirlo”, valora Borja Barragué, profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid y autor de ‘Larga vida a la socialdemocracia’. «Los politólogos hablamos de ‘fallidos’ para referirnos a Estados cuyos gobiernos han colapsado y no son capaces de desarrollar sus funciones esenciales en alguna parte de su territorio», añade. “Es verdad que el término ha experimentado un ‘hype’, debido seguramente a los ejemplos de Siria o Yemen —e incluso en estos casos, los gobiernos aún son capaces de ejercer algunas de sus funciones en algunas partes del territorio—. Pero la comparación entre Siria y España no soporta el mínimo escrutinio”.
Coincide con la valoración Oriol Bartomeus, politólogo de la Universitat Autònoma de Barcelona y autor de ‘El terremoto silencioso: influencia del relevo generacional en la transformación del comportamiento electoral en Cataluña”: “Forma parte de la hipérbole en la que estamos metidos”, explica. “Estamos en un momento de contestación muy fuerte contra el ‘establishment’ a nivel mundial que genera protestas o actuaciones que se salen de la norma y llegan a ganar elecciones, como ocurre con Trump o Bolsonaro, pero de ahí a hablar de Estados fallidos hay una gran distancia”.
«La fórmula tiene éxito porque recoge ese malestar que se refleja en la idea de que España es diferente y funciona especialmente peor que el resto»
No obstante, que se utilice este término y no otro tiene su sentido, aunque se emplee de forma equivocada. “Si tiene éxito entre sectores más templados del electorado es porque hablar de Estado fallido sirve para expresar una frustración, en realidad quiere expresar que el Estado nos está fallando”, valora Guillermo Fernández-Vázquez, sociólogo y autor de ‘Qué hacer con la extrema derecha en Europa: el caso del Frente Nacional’. “Es un Estado fallido porque nos está decepcionando. Quizá más bien habría que hablar de Estado decepcionante. La fórmula tiene éxito porque recoge esa frustración, ese malestar, la idea tópica de que España es diferente y funciona especialmente peor que el resto”.
Basta con seguir la pista al término para entenderlo mejor. Fernández-Vázquez recuerda que se utiliza a menudo en foros de extrema derecha, se utilizó bastante en octubre del año pasado a propósito de Cataluña, se ha utilizado durante el último mes para calificar la gestión de Isabel Díaz Ayuso en la Comunidad de Madrid y, sobre todo, “en la derecha más extrema como artillería para justificar la moción de censura y las críticas al gobierno”. “Su lógica es la de que ‘es necesario hacer una moción de censura porque el gobierno está llevando a que España sea un Estado fallido’”, recuerda. Un gran aliado retórico.
El próximo en usar el término será tu cuñado
Lo sorprendente de este ‘hype’ del término, por lo tanto, no es que solo se utilice desde posturas ‘antiestablishment’ radicales que intentan deslegitimizar la autoridad del Estado, desde la extrema derecha hasta el independentismo, sino que también ha sido abrazado por cierto centro político… siempre y cuando este necesite atizar a un adversario político o como expresión de una frustración.
«Suena bien en las tertulias, y si hay suerte, el término va botando y termina en los periódicos y de ahí pasa a estar en boca de todos»
“Se dice un poco con el palillo en la boca”, añade Bartomeus. “Suena bien en las tertulias, y si hay suerte, el término va botando y termina en los periódicos. Está siempre la idea de novedad, y ahora le ha tocado a ‘Estado fallido’, que forma parte de la banalización de los conceptos”. Es, desde luego, un término sonoro y muy contundente que zanja cualquier discusión política. O que supone un buen titular. “Pero de ahí a decir que España o Madrid son Estados fallidos porque Pedro Sánchez no puede garantizar la seguridad del rey en Cataluña o porque la sanidad tiene problemas…”.
La utilización de ‘Estado fallido’, en todo caso, podría plantearse como una hipérbole de una cierta descomposición institucional que, como recuerda Bartomeus, no es nueva, y viene al menos de 2014, cuando no de 2011 o 2008. Una “crisis de intermediación” en la que incluso el antiguo parte del ‘establishment’ se ha hecho ‘antiestablishment’, como explica el politólogo respecto a parte del independentismo catalán. Pero no cree que la utilización del término sea reflexiva, sino más bien epatante.
“Esa descripción [la pérdida de confianza en las instituciones] encaja mejor con lo que en Ciencia Política se denomina desafección que con la realidad de un Estado fallido”, valora Bergareche. “Como se sabe, una de las [dos] grandes explicaciones sobre el auge del populismo la conecta con la inseguridad económica producto de la globalización, pero también con el aumento de la desafección con respecto a los partidos tradicionales, sobre todo los de centro-izquierda, que no han sabido (o querido) compensar a los perdedores de la globalización. Esta es, ‘grosso modo’, la que podríamos denominar ‘tesis Milanovic‘.
“Es decir, creo que hay algo de cierto en la idea de que el populismo puede ser un reflejo, una consecuencia si quieres, de una desconfianza creciente hacia los partidos políticos tradicionales en general (yo sería cauteloso a la hora de extenderlo a todas las instituciones democráticas) y a los partidos que han cuidado de los intereses de la clase trabajadora en particular. Pero no sé qué tiene que ver eso con los Estados fallidos, honestamente. Se me antoja un salto argumental con triple tirabuzón (y sin red de seguridad que nos proteja)”.
¿Un término fallido?
Quizá la clave para entender el ‘hype’ Estado fallido esté en los EEUU preelectorales, donde el término se utiliza cada vez con más alegría. Especialmente, después de los disturbios de este verano, que parecen hacerse eco de una de las características del Estado fallido, que es la incapacidad de controlar su seguridad interna. Para ‘The Atlantic’, EEUU es un Estado fallido, para ‘The Nation’, EEUU es un Estado fallido, y cada vez que le preguntan, el Premio Pulitzer Chris Hedges, autor de ‘La muerte de la clase liberal’, recuerda que América es un Estado fallido desde hace mucho tiempo.
«Si se utiliza con pretensión de rigor, el único sentido es para denotar que España ha perdido el control en parte de su territorio: Cataluña»
El origen del ‘boom’ reciente del Estado fallido probablemente se encuentre en la célebre columna que el Premio Nobel Paul Krugman publicó en ‘The New York Times’ justo después de la victoria electoral de Trump, en la que aseguraba que era posible que EEUU se convirtiese en un uno. La llegada al poder de Trump era la consecuencia de ser un Estado fallido, no la causa. “¿Es EEUU un Estado y una sociedad fallidas? Es posible”, escribía.
El término ya había sido objetivo de feroces críticas. En 2008, Charles T. Call publicó un ‘paper’ sobre la “falacia” de los Estados fallidos en el que afirmaba que era un término tan utilizado que había sido vaciado de sentido. Una palabra utilizada de manera paternalista por los países desarrollados para justificar intervenciones militares sin establecer áreas grises entre el éxito y el fracaso ni atender a sus dificultades específicas. Noah Chomsky llegó a dedicar un libro entero a atacar el término en un sentido parecido. En ‘Estados fallidos: el abuso de poder y el asalto a la democracia’, mostraba cómo a pesar de coincidir en algunos aspectos con los Estados fallidos, EEUU utilizaba el término para legitimar su derecho de intervenir en otras naciones.
Es un razonamiento que resulta muy útil si lo adaptamos al caso español. Si un tertuliano enarbola el órdago argumentístico, es porque considera que España necesita una intervención. Un cirujano de hierro, tal vez.
La única voz en desacuerdo: las CUP
¿Hay algún rasgo que permita defender que España es un Estado fallido? “Si se utiliza con alguna pretensión de ser mínimamente riguroso, el único sentido que podría tener, supongo, es para denotar que España ha perdido el control (ha colapsado) y por tanto no ejerce (alguna de) sus funciones básicas en un parte de su territorio: Cataluña”, valora Bergareche que, sin embargo, considera que es un argumento difícil de sostener desde ambos extremos.
Por el lado independentista, porque si se trata de un Estado fallido, no habría lugar para los lamentos de opresión. Por la extrema derecha, “porque es incompatible con ejemplos muy nítidos acerca de que el Estado es capaz de imponer eficazmente en esa parte del territorio medidas ejecutivas como el 155 (de forma incluso singularmente expeditiva y eficaz para muchos, de hecho, entre los que me incluyo) y judiciales (como muestra, por ejemplo, el juicio a los líderes del proceso independentista catalán)”.
«El Estado español no es un Estado fallido ni en descomposición. No es la España de 1931, ni la de 1978 ni la Unión Soviética de 1989»
Quizá por eso una de las pocas defensas de que España no es un Estado fallido venga desde las CUP. En un documento publicado hace un año por Endavant, uno de los partidos que las componen, se señalaba que “el Estado español no es un Estado fallido ni un Estado en descomposición, sino un Estado plenamente insertado en el contexto occidental y sus alianzas. Un Estado estructuralmente sólido y coyunturalmente en crisis. El Estado español de 2015 no era la España de 1931, ni la de 1978 ni la Unión Soviética de 1989”.
La razón parece clara: son los únicos que utilizan el concepto de forma rigurosa, para describir y analizar al adversario, y no como otra hipérbole argumentativa más en el mar de ruido acusativo en el que nadamos cada día.