BUEN ENREDO HA desencadenado el PSOE en su reciente Congreso al definir el carácter plurinacional de España aunque, acaso sabedor de la dinamita que la expresión lleva dentro, se ha apresurado a aclarar que esa constatación no ha de poner en riesgo el carácter único e indivisible de la soberanía nacional. La afición a estos debates –que quieren ser heraldos de una nueva convivencia política– no es nueva y viene, si hablamos de historia reciente, de la época de la presidencia de José Luis Rodríguez Zapatero.
A partir de ahora, tras su comprometida decisión, las tareas se van a acumular para el PSOE. Pues, como ya somos «plurinacionales», procede continuar y ligar la nueva situación a otra aspiración del PSOE, la de reformar la Constitución «federal». Llegado es pues el momento en que toca al PSOE, partido poderoso, con medios y personas de buenas entendederas entre sus filas, poner en prosa jurídica precisa la forma concreta en que han de quedar redactados los artículos de nuestra Constitución de 1978 para armar un verdadero Estado federal, sin vaguedades «granadinas», es decir, título a título, precepto a precepto, sin olvidarse del destino que aguarda a la disposición adicional primera donde se admiten los «derechos históricos» de los territorios forales, un arcano –enormemente reaccionario– de hechuras indeterminadas, una especie de secreto teológico pues que los tales derechos participan de la sustancia divina al carecer de principio y de fin.
Quedamos a la espera. Dirigentes del PSOE ¡a la pizarra!
Creo, desde mi condición de humilde escribidor provinciano, que España es España –construida en días buenos y en días malos desde hace una porción de siglos– y no ha sido nunca una «nación de naciones» pero, ojo, si lo fuera, debería disimularlo y no decírselo a nadie porque las naciones de naciones han acabado como los rosarios de las auroras: así, el Imperio austro-húngaro, Rusia, Yugoslavia, etc.
Fundar a estas alturas una «nación», con todos los elementos explosivos que anidan en este concepto, en un «sentimiento» es jugar con fuego, precisamente con el fuego inextinguible, perturbador, impetuoso y, al cabo, violento de la reivindicación nacionalista. Porque sentimientos los tenemos todos y por ello sentimientos de pertenecer a una nación cultural específica, intransferible, henchidas de héroes, de santos, de batallas y empeños gloriosos, de dioses y de tumbas, anidan en todos los rincones de la geografía peninsular: en maragatos, cacereños, cartageneros, turolenses, segovianos y por ahí seguido.
Por ello introducir en el debate político tal perturbador concepto sin que –y esto es capital– se nos presenten al mismo tiempo los contornos certeros e inequívocos que de él han de derivarse es un ejercicio de frivolidad incompatible con la seriedad que a los socialistas, como gobernantes que han sido y aspiran a serlo, estamos obligados a atribuírles.
Nos tememos además que, como ocurrió en la primera década de este siglo, empiecen a surgir otras denominaciones pintorescas pues el lector recordará que se airearon ideas tan extravagantes como la «realidad» nacional, el «carácter» nacional, hasta el «aroma» nacional y podríamos añadir el «alma», la «vibración», el «sonido» nacionales … Toda una mescolanza que tiene mucho del embrujo de lo religioso pues tal como hace decir Joseph Roth a uno de sus personajes en su novela La marcha Radetzky «los pueblos ya no van a la Iglesia porque la nueva religión es el nacionalismo». Pero precisamente todo el esfuerzo que venimos haciendo desde la Ilustración para acá consiste en no mezclar a Dios con el César y en España la separación de ambos mundos nos ha costado esfuerzos especialmente amargos.
Un nacionalismo que, añado a lo dicho por mi admirado Roth, tiene vocación de bastidor, apto para bordar en él hilos y más hilos de confusión constitucional y –no lo olvidemos– de chanchullo social (¿nadie lo identifica con la clamorosa corrupción en Cataluña?) o, lo que es peor, y también lo sabemos dolorosamente en España, apto para cavar trincheras desde las que disparar.
Y es que a la nación le podremos encontrar un origen –en un acontecimiento, en una guerra, en una revolución o en un bienaventurado celestial de prestigio– pero lo cierto es su resistencia a que le encontremos un final porque la nación es, por su propia naturaleza, un fieri jamás resuelto. De este hecho, que remite a lo inacabado o truncado, se nutrió el «irredentismo», concepto que designaba a la Italia no «redimida» (territorios italianos bajo el dominio austro–húngaro), pero que se difundió en la segunda mitad del XIX como expresión ya con vocación general.
Como percibimos palpitaciones religiosas, digamos que estamos ante un milagro –este de la nación– que logra nutrirse, como una planta sabia, de elementos que extrae de la realidad pero también de otros que arranca al capricho y a la imaginación. Decía el poeta que todo lo que arde es útil para echarlo en el poema, pues bien todo lo que arde –precisamente porque quema– ha servido igualmente para alimentar la hoguera sofocante e inextinguible del nacionalismo.
De ahí el peligro de una declaración como la que se ha formulado este pasado fin de semana en el Congreso del PSOE.
¿Se quiere con ella llevar al altar de una convivencia aseada y respetuosa con todos y ejercida en el marco constitucional a un nacionalismo como el catalán que vive horas exaltadas de asalto a la Constitución, horas calificadas por Alfonso Guerra con palabras tan duras como convincentes? Me parece que, con su resolución, lo único que ha ofrecido el PSOE a ese nacionalismo es un enrejado generoso donde enredar en él interminables reivindicaciones sin recibir al cabo más que los mohínes de una plañidera. Y sin mover un milímetro el muro almenado de la independencia y de la ruptura con España.
A muchos nos parece claro que las ideas que alimentaron el nacionalismo han dejado de mover las turbinas de los tiempos y además han perdido su función de servir de legitimación al poder. Los ciudadanos actuales, con diferencias en los distintos continentes, pero en una visible tendencia que no ha hecho más que empezar, tienen raíces en sus pueblos, en sus comunidades, en los Estados cuyo pasaporte llevan en sus bolsillos etc, pero también disponen de alas: para volar a otros continentes, a otros espacios, para integrarse en otras comunidades.
LOS PROBLEMAS constitucionales y de construcción de un Estado moderno en el marco de una Europa reformada y con nuevos alientos se mueven en una dirección distinta que nada tiene que ver con dar alas al nacionalismo desempolvando los andrajos de sus sueños marchitos. Europa ha de razonar sobre los grandes servicios públicos, sobre los derechos globales –de inermes ciudadanos– ante las multinacionales, instrumentos –éstos sí– de progreso y de solidaridad. Y, si de federalismo hablamos, ahí tenemos el debate sobre el «federalismo financiero unitario» que se está desarrollando en países como Alemania que saben de lo que hablan cuando de federalismo tratan.
Por todo ello causa estupor comprobar cómo, entre nosotros, un partido serio como el PSOE despliega las banderas de las naciones culturales, o se mantienen las invocaciones a fueros y leyes viejas o se sueña con competencias blindadas y otras extravagancias que deberían colgar exangües en el armario más desvencijado de nuestro desván. Allí donde dormitan las fábulas.
Francisco Sosa Wagner es catedrático de Derecho Administrativo y autor -junto con Igor Sosa Mayor- de El Estado fragmentado. Modelo austro-húngaro y brote de naciones en España, editorial Trotta, varias ediciones, 2006 y 2007.