ABC-ISABEL SAN SEBASTIÁN
La fórmula por la que aboga Casado y rechazan Rivera y Abascal quedaría lejos de la mayoría absoluta
LA política tiene razones que la razón no entiende. O sí, asumiendo que son ajenas al interés general y a la lógica. Sus motivaciones suelen estar vinculadas al corto plazo, la conveniencia personal, el partidismo puro y duro o la ambición de poder. Y cuando el marco legal deja margen a esas «razones» para imponerse sobre las que no necesitarían ser escritas con comillas, como sucede en nuestro país, es fácil que sus caminos conduzcan a un callejón sin salida, que es donde nos encontramos.
España no suma votos para darse a sí misma un gobierno estable ni a izquierda ni a derecha. El frente popular que habría sido aritméticamente posible con los resultados del 28-A parece haberse estrellado contra las egolatrías enfrentadas de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, entre otros obstáculos vinculados a las exigencias de la Unión Europea y al papel que quiere desempeñar en ella nuestro presidente en funciones. Se ha frustrado, al menos por ahora, para bien de nuestro futuro y el de nuestros hijos y nietos. Tampoco ha fraguado una alianza alternativa entre el PSOE y Ciudadanos, porque los de Rivera prometieron en campaña no apoyar ni por activa ni por pasiva al partido del puño y la rosa, echado en brazos del separatismo, y porque este no ha dado muestra alguna de querer rectificar ese rumbo. Antes al contrario, los socialistas han alcanzado acuerdos con el independentismo en la mayoría de las plazas
donde tal coyunda resultaba factible, sin mostrar el menor asco a entenderse con los herederos de ETA en Navarra. Aun así, un grupo no desdeñable de antiguos dirigentes naranjas ha evidenciado su rechazo a la postura de la dirección abandonando el partido (aunque no siempre el escaño) y, a tenor de los sondeos, una parte considerable de su electorado podría hacer lo propio en las elecciones, marchándose a la abstención o directamente al PSOE, de donde muchos proceden. Si, como todo augura, volvemos a las urnas en noviembre, la demoscopia coincide en señalar que el mayor perjudicado sería Cs, seguido o precedido de cerca por Vox.
¿Podría darse entonces un escenario distinto al actual, donde un PP recuperado tuviese opciones de gobierno? No, salvo milagro o formidable error de cálculo de todos los analistas de encuestas. Ni siquiera en el supuesto de que fuese posible fraguar esa gran coalición preelectoral por la que aboga Casado, solicitando para ello el concurso de Abascal y de Rivera, que ya le han respondido con un «no». Aunque en un alarde inédito de responsabilidad, generosidad, patriotismo y altura de miras los tres acordaran relegar a un segundo plano sus respectivos intereses en aras de conformar las mejores candidaturas conjuntas, la fórmula resultante quedaría lejos de la mayoría absoluta. Y, si concurren separados, el crecimiento de los populares no compensará la mengua de los otros dos. Conclusión, tampoco parece posible sumar por el centro-derecha.
¿A dónde nos conducen estas constataciones? Primero, a la necesidad urgente, perentoria, de reformar un sistema electoral que no solo es injusto y desproporcionado en la asignación de asientos, sino que nos aboca a la ingobernabilidad. Segundo, a la asunción de que, salvo sorpresa de última hora que evite la repetición de los comicios, después de votar en noviembre estaremos igual que ahora. Diputado más, diputado menos en una formación u otra, pero con la misma distribución por bloques. Y entonces tendrán que entenderse o marcharse todos a casa por inútiles e incompetentes. Lo más deseable sería un gran pacto de Estado a tres, aunque lo probable es que solo dos compartan cama, uno de ellos sea Sánchez y el otro no sea Rivera.