Después de 500 años se puede creer que España está a punto de romperse en pedazos con los pragmáticos catalanes, no los rebeldes vascos, liderando el camino de la salida.
La turbulenta historia entre la región y Madrid hace que los catalanes se sientan ignorados y deseando autonomía.
En un elegante edificio de oficinas inteligentes de Barcelona me topé esta semana con el mapa de un estado que no existe. Ese país imaginario tiene extensas fronteras y muchas provincias. Tiene historia y una antigua lengua; un famosa capital y algunos de los mejores chefs del mundo. Tiene una soleada costa, montañas nevadas e islas atractivas. Gente de todo el mundo viene a visitarlo. Todo este fantástico país carece de realidad.
Los Países Catalanes – las tierras catalanas – se extienden como una bailarina que estira su pierna por la costa mediterránea desde Francia y pone su dedo del pie mucho más al sur de España. Es una historia diferente de Europa –en la que las diferentes monarquías medievales locales habrían vencido a sus vecinos – Cataluña, más grande que Dinamarca, podría haberse convertido en un exitoso miembro de la Unión Europea.
En diferentes momentos los catalanes han adquirido los símbolos de la independencia: constitución en el siglo XV y parlamento, dos veces, en el XX. Pero en la mayor parte de las veces han prosperado o luchado en España. La prosperidad ha sido una cierta compensación por un sentimiento de injusticia cultural que, como todo nacionalismo, obtiene su poder tanto de la emoción como de la dura realidad.
La represión de Franco – muchos pero no todos los catalanes respaldaron a los derrotados republicanos de la guerra civil – alimentaron la desconfianza de los catalanes hacia Madrid. Lluís Companys, presidente de Cataluña durante la guerra civil, volvió del exilio en Francia en 1940 y fue fusilado por los fascistas: el único cargo electo del gobierno europeo que fue ejecutado en ejercicio de su cargo.
Esa época negra de España está acabada. Los catalanes recuperaron su autonomía en 1980. Su lengua – prohibida en público con Franco – está floreciendo, sus cortantes tonos un curioso staccato procedente del latín. Diferentes tipos de nacionalistas dominan el parlamento catalán en Barcelona y juegan su papel como representantes en Madrid para conseguir favores. La descentralización no es total – lo más controvertido es no permitir que los catalanes mantengan sus impuestos como ocurre en el descentralizado País Vasco – pero tampoco es ficticio. España, como Gran Bretaña, es un inestable y desequilibrado amalgama, transferido en parte pero, en teoría, todavía leal a su rey.
¿Por qué, pregunté a políticos catalanes, les molestaba tanto la política de identidad nacional? La respuesta enlaza en parte con los acontecimientos del pasado verano cuando una gran muchedumbre protestó en Barcelona por el rechazo del Tribunal Constitucional al nuevo estatuto catalán de autonomía.
La indignación por esta resolución – después de que el estatuto hubiera sido aprobado por los parlamentos catalán y español y en un referendum – ha llevado a los principales políticos catalanes, algunos completamente contrarios a la independencia, a cambiar sus pensamientos. Más de un millón de catalanes – uno de cada siete – caminaron bajo la pancarta “Som una nació. Nosaltres decidim” – “Somos una nación, nosotros decidimos”.
Comencé mi viaje el pasado domingo en Figueras, donde los participantes de una divertida carrera pasaban como si nada ante un graffiti pidiendo “independencia”. Este es el pueblo donde el parlamento republicano celebró una desesperada última sesión a principios de 1939 cuando un millón de refugiados de la guerra civil escapaban del norte del pueblo hacia la frontera francesa. Ahora Figueras ha adoptado el símbolo de lo que debería ser la colaboración de la nueva España: la estación en la primera parte del línea férrea de alta velocidad que pronto unirá París, Barcelona y Madrid. Los elegantes trenes que atraviesan el campo catalán sugieren que realmente Europa podría ser un continente sin fronteras o sin diferencias políticas.
La realidad es diferente. Para descubrir por qué fui a las oficinas de Barcelona de Esquerra Republicana de Catalunya – un partido de izquierdas que quiere la independencia catalana y, hasta las elecciones del año pasado, formaba parte del gobierno catalán. Ahí es donde caminé por el mapa de los Països Catalans – aquellos antiguos territorios lingüísticos que ahora están muy arraigados en otras provincias de España y Francia.
ERC está ansiosa por presentarse como la cara práctica del nacionalismo. Sus miembros se desmarcan de otro, violento, grupo nacionalista de España, del País Vasco. “Aquí no hay movimientos armados. El debate no se ha contaminado con la experiencia personal de gente que ha sido herida”, me dijo Pere Aragonès, un joven parlamentario de ERC.
Estuvo tratando de convencerme de la moderación catalana. Dice que la culpa del movimiento independentista reside en Madrid. “España no reconoce la identidad catalana como una parte de la suya”. Y las crecientes presiones económicas – el resentimiento catalán por unos impuestos que sirven para subvencionar a las partes más pobres de España – significan que “ahora la independencia es una cuestión racional, no sólo una identidad”.
Pero mientras que Aragonés fue simpático, su antiguo compañero de ERC, Josep Huget, era más inquietante. Su nacionalismo parecía apoyarse en la hostilidad hacia los otros. “Hay un tsunami español en Cataluña”, manifestaba – el impacto de los impuestos de Madrid en los catalanes es, en su opinión, cada año tres veces superior que las consecuencias del desastre de Japón. Huget resumía las palabras del nacionalismo pueblerino. “Espero que la gente hable catalán” dijo – absurdo en Barcelona, una ciudad de inmigrantes donde la mayoría de los ciudadanos no lo hacen.
ERC se pasó. Sus votos bajaron en las últimas elecciones. Pero aunque las encuestas indican que ahora dos tercios de los catalanes no quieren la independencia, frente a una cuarta parte que la apoya, la marea se está volviendo contra España. El mayoritario partido de centro-derecha CIU, gran bastión de la Cataluña postfranquista del acuerdo para la devolución de las competencias, es cada vez más partidario de una ruptura total. También lo son algunos catalanes socialistas. Sólo el derechista Partido Popular está completamente en contra.
Esto es decisivo. En el País Vasco dos partidos centristas, el PP y los socialistas españoles, gobiernan juntos el gobierno descentralizado en contra de la oposición nacionalista. Pero en Cataluña, la mayoría de los partidos son nacionalistas. Ninguno está interesado en distanciarse de Madrid.
¿Cómo se sienten los catalanes con esto? Llamé a Pilar Rahola, una conocida comentarista que anteriormente se sentó en el parlamento con ERC pero lo dejó para escribir la biografía del actual presidente de Cataluña, Artur Mas, de CiU. Me dijo que “los catalanes atraviesan una fase de perplejidad y desilusión. Una parte de la población es completamente independentista y la mayoría, aunque descontenta con España, está evolucionando suavemente hacia el independentismo”.
Dice que la presión está aumentando “porque los catalanes sienten básicamente un robo, el robo sus recursos económicos. España está cogiendo más de lo que los catalanes pueden dar”.
Además sienten que a los partidos de Madrid no están interesados en ayudar a la comunidad catalana. “Los partidos españoles son los mejores impulsores de la independencia catalana”, dice. Rahola se refiere a una escueta cita del actual presidente catalán como muestra de lo que va a ocurrir: “Ahora España es una calle cerrada”.
Ciertamente, entre muchos españoles hay un leve desprecio hacia los catalanes. Los catalanes consideran que se burlan de su acento y de su cultura. Nunca se ha visto al heredero del trono español tratando de hablar en catalán, vasco o gallego. Se ha impedido que la televisión catalana, TV3, se vea en la vecina Valencia.
Pero me pregunto si no se exagera el sentido catalán de injusticia. Cataluña está llena de autopistas, nuevas vías férreas y sobredimensionados aeropuertos: no es un símbolo de que Madrid haya gastado todo su dinero en otro sitio. Huget, de ERC, presume de que sin España, Cataluña podría cancelar sus deudas en dos años, pero parecen ignorancia económica las consecuencias de la salida catalana de España. Es fácil para los políticos fingir entre los votantes que todos sus males pueden ser culpa de Madrid.
Buscando a políticos con los compartir mis impresiones caminé a través del Parque de la Ciutadella de Barcelona, entre palmeras y sol primaveral, hacia el Parlamento catalán, que –reveladoramente- mira hacia el zoo de la ciudad. Es un grandioso edificio de piedra cuyas alfombras de terciopelo rojo y criados uniformados le dan un aire de club de caballeros de Londres. Se siente que no hay un sitio para la revolución.
En una distante oficina sótano encontré a Albert Rivera, el joven líder de el pequeño partido Citizens que se ha impuesto contra la marea nacionalista. Un catalán lo calificó como “encantador de serpientes” – un convincente frente para el derechista PP. Me pareció inteligente y admirable y la única persona que encontré que admitía estar orgulloso de ser catalán y español.
Rivera está de acuerdo con que España ha alienado a los catalanes pero añadió que los partidos nacionalistas se estaban inventando disputas con Madrid para generar un mayor resentimiento. Dijo que “estamos tratando de construir una frontera con España, no sólo física sino cultural. Cataluña está más cerrada de lo que estuvo. No quiero vivir en Kosovo. Quiero estar en una poderosa región de España en un gran país en el corazón de Europa”.
Esta deriva asusta a otros para quienes la autodeterminación no es una prioridad, como Dolors Camats del Partido Verde. Dice que “los grandes partidos utilizan el debate nacional como una cortina para esconder otras cuestiones”. La semana pasada, después del desastre japonés, trató de iniciar un debate en el parlamento sobre el poder nuclear. A nadie le interesó.
Al otro lado del pasillo de la oficina de Rivera se escuchan los entrecortados tonos de Oxford de un inusual nacionalista. Antoni Strubell es un parlamentario de una pequeña alianza de partidos independentistas. Nació en Inglaterra, su parte era un republicano exiliado. El argumento de Strubell es sencillo. “Cataluña es una nación. Madrid no nos lo reconoce. Nadie en Madrid habla ya de federalismo” Sigue avanzando hacia los beneficios de la independencia, aunque, como muchos catalanes le parecen imprecisos. “En el mundo hay un cambio sobre la independencia – Cataluña, como Flandes o Escocia, debería romper”.
Esto me deprime. La crisis financiera ha hecho que los catalanes estén comprensiblemente preocupados. Pero es ingenuo querer separarse de España para ser ricos. La gente, en su mayor parte, está poco implicada: la participación en las elecciones catalanas es baja. Pero sus políticos van hacia un enfrentamiento artificial.
“Estoy desconcertada y pesimista”, dice Pilar Rahola – aunque es partidaria de la independencia. Después de 500 años se puede creer que España está a punto de romperse en pedazos con los pragmáticos catalanes, no los rebeldes vascos, liderando el camino de la salida.
Julian Glover, The Guardian, 1/4/2011