FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad, ABC 03/03/13
· Arrebatarle a España el nombre ha sido la primera forma, la más sutil e irresistible, de vaciarla de significado. España ha pasado a ser menos que un nombre. Ha adquirido la penosa condición de un adjetivo que califica, con la accidentalidad propia de su carácter, a lo que parece realmente sustancial: el Estado que unas cuantas naciones se ven en la obligación de compartir con los españoles.
En el principio de todo liderazgo político debe existir una nación de ciudadanos y un Estado democrático que la represente. Sin la nación, el Estado es un consejo de administración que ni siquiera dispone de convicciones comunes sobre las que asentarse, limitándose al resignado asentimiento de los usuarios de sus servicios. Sin el Estado democrático, entendido como expresión de una nación, la comunidad carece de derechos y deberes, está falta de legitimidad, se encuentra al margen de un criterio moderno de soberanía. No puede haber liderazgo donde el Estado y la nación se contemplan como instancias en conflicto.
Sin un Estado nacional, sin una nación que asuma su soberanía y se constituya en Estado, no puede haber clase dirigente, en el sentido más hondo que pueda darse a esa expresión en horas decisivas como las que vivimos. Sin una nación expresada en Estado, no puede haber un pueblo consciente de su tarea, que en un tiempo difícil sea capaz de exigir el buen gobierno y la virtud suprema de la ciudadanía. No puede haber sentido de liderazgo que ensanche la perspectiva de quienes nos representan, si el Estado adopta la vocacional indiferencia del administrador de una comunidad de vecinos. No puede haber proyecto donde no existe un punto de partida. Y ese viaje hacia el futuro, en el que es tan imprescindible la lucidez de los dirigentes como la inteligencia de los gobernados, difícilmente podemos hacerlo, cuando la debilidad de nuestra cultura nacional y la flaqueza de nuestros dispositivos democráticos ni siquiera han sido capaces de proteger el primer signo de nuestra calidad colectiva: nuestro propio nombre.
No sé lo que me provoca más estupor: si la impunidad con la que España es sometida por los nacionalistas a la constante negociación de su derecho a la existencia o la acomplejada sumisión y cabizbaja conciencia de inferioridad moral con la que tantos presuntos dirigentes de esta nación se han comportado. Porque, depositarios no sólo de la preservación de nuestras instituciones, sino de la idea misma de España, los políticos que han aceptado la responsabilidad de gobernarla y los intelectuales que deberían justificarla han tolerado esa corrupción de las palabras en donde siempre empieza el secuestro de nuestros principios.
La extenuante vejación de hablar de un Estado español, cuando debía decirse simplemente España, ha tenido muchos ingredientes, pero ninguno ha estado libre de pecado. En medios de comunicación autonómicos, en la jerga de los mosenes, en el oscuro idioma que los pedagogos insuflan en los textos escolares, en los trabalenguas de los tertulianos o en los ensayos de los intelectuales subvencionados, el Estado español nunca ha significado lo que quiere decir en cualquier parte: la estructura jurídica de una nación. Se ha convertido en algo que resultaría inexplicable en cualquier país de nuestro entorno; se ha convertido en la afirmación de que disponemos de un Estado, pero que carecemos de una nación. Peor aún, que debemos dar ese agotador rodeo verbal para indicar que aquí existen algunas naciones auténticas y una falsificación nacional a la que, para entendernos, llamaremos Estado. Que una maniobra de astutos nacionalistas haya podido pasar como una simple cuestión de formas demuestra hasta qué punto la estupidez es contagiosa, y cómo los hábitos menos saludables se adquieren con las prácticas de apariencia más inofensiva.
¿Es que alguien se creía, de verdad, que esta ausencia de la palabra España en crónicas de actualidad política, en informaciones meteorológicas, en retransmisiones deportivas, en seriales televisivos, era una simple casualidad, un brindis al sol de la diversidad regional o un elegante gesto de cortesía autonómica? ¿Es que aquí todo el mundo es un indigente mental menos esos taimados nacionalistas, capaces de empezar por colonizar la misma lengua que consideran instrumento de una potencia ocupante? ¿Es que nadie había advertido que, tras las esperpénticas referencias a la sequía que azotaba el Estado español, tras el pintoresco recuento de las especies en peligro de extinción en el Estado español, tras las fotogénicas panorámicas de las playas del Estado español, lo que se estaba diciendo es que la nación española no existía y que, en cambio, disponíamos de una resignada y siempre revocable circunstancia institucional? ¿Alguien se cree que los nacionalistas habrían tolerado una majadería semejante, en caso de que cualquier desequilibrado hubiera intentado normalizar la exclusión de la referencia a Cataluña o al País Vasco de nuestra lengua? ¿No habrían dicho, y con razón, que se trataba de la primera maniobra expropiatoria, destinada a arrebatar a dos regiones su realidad, por la vía elemental de quitarles su nombre?
Ese formidable libro de ciencia política que es Aliciaa través dele spejo señala que las palabras solamente tienen significado porque el poder se lo concede. «Las palabras tienen dueño», se le dice a una Alicia que está a punto de averiguar que el sentido común es la mejor prevención contra la estrategia de las aberraciones ideológicas. Lo que hoy vemos como el extraño resultado de una desorientación fue, de hecho, el producto de un perfecto diseño de un vaciado conceptual, que nos dejaría sin el primero de nuestros recursos, sin aquel que nos hace hombres y mujeres libres: la posesión de la palabra, la dignidad de la expresión, el derecho a poder llamar las cosas por su nombre.
A los derrotados en nuestra dolorosa guerra civil les preocupó, en el exilio, que España sólo fuera un nombre. Nuestros nacionalistas y nuestros asustados organizadores de una conciencia nacional desde la transición decidieron que ni siquiera llegaría a eso. El patriotismo había sido una propiedad de algunos y, al parecer, el remedio no fue nacionalizar de nuevo a los españoles, sino dejarnos a todos sin nación. Arrebatarle a España el nombre ha sido la primera forma, la más sutil e irresistible, de vaciarla de significado. España ha pasado a ser menos que un nombre. Ha adquirido la penosa condición de un adjetivo que califica, con la accidentalidad propia de su carácter, lo que parece realmente sustancial: el Estado que unas cuantas naciones se ven en la obligación de compartir con los españoles.
Por eso cuesta tanto que al frente de España se ponga un equipo de patriotas dispuestos a concebir la grandeza de su empresa de liderazgo en los tiempos difíciles. Por eso es tan difícil que se disponga de un pueblo cuya madurez le impida ser instrumento del populismo o materia inerte de la indolencia cívica. Nos hará falta volver sobre nuestros pasos, tendremos que regresar sobre nuestras palabras, habremos de devolver el sentido a nuestro lenguaje y restituir el timbre riguroso a nuestra voz. Estamos a tiempo, aún, de empezar de nuevo. Nuestra es la posibilidad de comenzar una hermosa aventura, la de constituirnos en un pueblo consciente. La de exigir a nuestros gobernantes que nos representen y nos dirijan en la confección de un futuro en el que nuestra nación recupere el aliento y fortifique su esperanza. La de empezar por el más elemental de los principios, en el que siempre se encuentra el verbo. La de llamar a España por su nombre.
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad, ABC 03/03/13