EL MUNDO – 25/02/16 – NICOLÁS REDONDO TERREROS
· El autor considera que el enrocamiento de los partidos va a forzar la convocatoria de unas nuevas elecciones que agudizarán la fractura político-ideológica que la sociedad española trató de superar en la Transición.
El voluntarismo de los dirigentes del Partido Socialista parece, en el momento de escribir este articulo, que no es suficiente para hacer realidad la investidura de Pedro Sánchez, aunque haya aumentado en este tiempo su crédito político dentro y fuera del partido. La enmienda que los socialistas han realizado al programa del partido de Pablo Iglesias es tan categórica que hace imposible la investidura de Sánchez por la izquierda (el gradualismo táctico o la capacidad de adaptación de Podemos tiene limites que la contestación de Pedro Sánchez ha rebasado ampliamente). El acuerdo con Ciudadanos es insuficiente y requeriría el apoyo del PP de Rajoy.
Pero los populares, conmocionados por el rechazo previo del PSOE a pactar con ellos, se han refugiado en la defensa de su primogenitura electoral y en su candidato, admitiendo que no verían inconveniente en repetir elecciones si Rajoy no es el presidente de Gobierno. El derecho que les asiste a defender sus posiciones tiene los límites marcados por su incapacidad para formar gobierno y en el filo de esa legítima pretensión empiezan a definirse intereses más generales. Rajoy actúa como Creonte, defendiendo la ley, la ciudad, el fuero (su derecho como primer partido después del 20-D); a la visión del soberano, que pasa de legítima a autoritaria, de defensora del bien general de la ciudad a ser propia de la suspicacia de un soberano arbitrario e inseguro, se enfrenta su hijo Hemón: «Por eso no hagas uso en tu fuero interno de una sola manera de ver las cosas, pensando concretamente que lo acertado es lo que afirmas y ninguna otra cosa más… pues todo aquel que tiene para sí que sólo él tiene la razón… si se le quita el caparazón, aparece vacío.»
Parece que todo en estas circunstancias nos lleva a unas elecciones anticipadas y también que son mayoría los que prefieren esta opción, bien por resignación o para pasar algunas facturas pendientes. Yo, en cambio, veo varios obstáculos para convocar elecciones; algunos importantes y otros fundamentales. Volver a convocar unas elecciones seria la confirmación de la incapacidad de nuestros dirigentes para llegar a acuerdos que supongan una merma en sus posiciones iniciales, sería el mejor ejemplo de que la negociación siempre la han entendido como un mal a evitar, como una derrota antes de empezar.
Unas nuevas elecciones, con el reconocimiento de los dirigentes de su intransigencia y su falta de empatía, supondrían un durísimo golpe a aquel espíritu de consenso que definió la Transición. Aunque unas nuevas elecciones solucionaran temporalmente lo que los políticos han sido incapaces de solucionar, y todas las predicciones dicen que no será así, el proceso de división sería inevitable y la fractura político–ideológica que con la Constitución del 78 trató de evitar la sociedad española, se profundizaría hasta hacer explotar los marcos constitucionales que han definido este largo periodo de nuestra historia de prosperidad y libertad.
Las clases dirigentes volverían a certificar su incapacidad para realizar políticas reformistas –las revoluciones rechazan los consensos, «el cielo se toma por asalto»; por contra, las reformas sólo son posibles con acuerdos suficientes–. ¡Como siempre!, la lucha entre el miedo de una parte de los españoles a cualquier cambio que petrifica políticas, instituciones, costumbres, comportamientos, y la tendencia a «volver a empezar desde cero». Y todo esto en el peor momento político desde hace tres décadas: la aventura de los nacionalistas catalanes, el desprestigio de la clase política, el debilitamiento del crédito de las instituciones públicas, la crisis de identidad ideológica, política y de confianza de los dos partidos en los que se ha basado la política española desde las últimas décadas del siglo pasado.
¿Pero, en el caso de ser rechazada la investidura de Sánchez no habría espacio más que para unas nuevas elecciones generales? ¡Sí!, entre el momento en el que fuera rechazada la investidura de Sánchez y la convocatoria de elecciones se abriría un tiempo en el que algunas nuevas circunstancias aparecen en la vida pública, permitiendo a los actores políticos comportamientos distintos. El líder del PSOE habría sido rechazado en la investidura y los socialistas tendrían que decidir entre unas nuevas elecciones o una nueva negociación con el PP y Ciudadanos para formar un Gobierno; si optaran por la segunda posibilidad ganarían lo que más necesitan: tiempo. Tiempo para definir su nuevo papel en la política española, para pensar su estrategia frente a Podemos; tiempo para consolidar liderazgos, para demostrar que la mejor política, frente a los populismos de derechas y de izquierdas, es una política reformista. Tiempo para hacer política de Estado.
Por su parte Rajoy –que ya ha rechazado en una ocasión asomarse al Congreso para ser investido–, al no contar nuevamente con apoyos para su investidura, se encontraría, como todos los que pierden la iniciativa, en un dilema de muy difícil solución: favorecer con su actuación un adelanto electoral o iniciar nuevamente negociaciones con Ciudadanos y el PSOE, con dos seguridades sobre las que construir su acción política: representa al partido que ganó las elecciones generales y su candidatura supone un obstáculo insalvable para una negociación con posibilidades de éxito. Rajoy, amenazado por nuevos partidos sin herencias y rodeado de casos de corrupción en ámbitos autonómicos, puede ser el último presidente del partido que fundaron Fraga y Aznar o puede conducir a su organización al futuro, dejando el testigo del partido en buenas manos y dando un ejemplo de estadista que sobresalga en la política española actual, plena de personalismos, sectarismo y política con minúsculas.
Ahora bien, los partidos políticos nacionales, me refiero fundamentalmente al PP y al PSOE, deben cambiar sus formas de interpretar la realidad política y de entender su nuevo papel. La posibilidad de que dos partidos menores se coaliguen para formar Gobierno no es una acción antidemocrática ni debe suponer una humillación moral para el partido mayoritario. Está fuera de lugar comportarse como una virginal dama ofendida cuando otras formaciones políticas consiguen acuerdos respaldados por más diputados. ¿Esto es bueno o malo para los españoles?, ¿rompe o no los acuerdos conseguidos, los consensos básicos de la sociedad española? Esas preguntas son las pertinentes.
Por ejemplo, desde mi punto de vista un acuerdo del PP o del PSOE con Ciudadanos entra en el ámbito de la crítica, como todo en el espacio público, pero no es una extravagancia. Sin embargo, un acuerdo con Podemos, basado en su programa, rompe los consensos del 78, nos aleja de Europa, nos devuelve a los años 70 del siglo XIX, con sus cantones, su inestabilidad y el predominio de intereses de sectores sobre los generales; y para un reformista moderado como yo, sería muy perjudicial en este momento para el PSOE y para España.
Deben perder la costumbre de realizar interpretaciones universales, un tanto fanáticas que tienen que ver más con la fe que con la razón, un ejemplo: cuando los socialistas dicen con enfática solemnidad que los españoles han votado cambio, circunscribiendo ese cambio, por otro lado lleno de grandes y etéreas promesas, a derrotar a Rajoy, símbolo artificial de todos los males. La sociedad española, por primera vez desde el 78 del siglo pasado, dejando a cuatro partidos entre 123 y 40 diputados, ha puesto en las manos (mejor sería decir en el buen entendimiento) de la clase política española los acuerdos para formar Gobierno, ni más ni menos. Esta nueva situación política, que pasa por ver mas allá de la sombra protectora de las siglas del partido, exige la capacidad de elaborar denominadores comunes entre los negociadores, y en este momento confeccionar una agenda de reformas políticas que no impida el incipiente crecimiento económico que hemos iniciado durante esta legislatura, se convierte en posible porque antes se ha convertido en inevitable.
Una Ley de Educación, en la que será necesario dejar atrás lugares comunes e ideologizaciones de tebeo, una Ley Electoral nueva que se acomode a los nuevos actores y no nos lleve a una fragmentación que haría ingobernable el país, una simplificación de la administración tan cara como ineficiente en algunos ámbitos y una Ley de Financiación Autonómica. Poner el problema planteado por los nacionalistas catalanes en el primer puesto de la agenda política, uniéndolo, aunque tengamos la fortuna de que discurre de manera distinta, al cierre definitivo del capítulo de la sociedad vasca en la que ETA era un agente dominante y los partidos nacionales clásicos empiezan a tener una representación casi simbólica.
¡Sí!, son bastantes las cuestiones que podrían poner de acuerdo a los políticos que defienden la aventura del 78 en una agenda política para los próximos años, sin que pierdan sus características ideológicas. Si el acuerdo se hace imposible y terminamos yendo a unas nuevas elecciones el fracaso de los políticos en los que hemos depositado nuestra confianza estará fuera de toda duda. Lo malo es que para ese momento, todos estaremos pagando su incapacidad.
Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.