“En 2021, el español medio produjo un poco más de 23.000 euros, cifra corregida con la inflación, lo mismo que en 2005, lo que quiere decir que desde entonces nuestra economía no ha crecido. Ya no estamos hablando de una década perdida. Son 16 años sin crecer y vamos camino de las bodas de plata de carencia de crecimiento económico”. La frase pertenece al economista Jesús Fernández-Villaverde, catedrático de Economía en la Universidad de Pensilvania desde 2007, en una conferencia impartida hace escasas fechas en la Fundación Rafael del Pino de Madrid. “España tiene el mismo PIB per cápita que Estados Unidos en 1870, lo que equivale a decir que en 152 años no hemos sido capaces de reducir la distancia que nos separa de la primera economía del mundo. Hemos pasado de ser el 2% a solo el 1,37% de la economía mundial. Cada vez somos menos importantes. Nos vamos a convertir en un país periférico. El problema es que otros países sí han crecido. El PIB per cápita de Irlanda lo ha hecho en un 79% desde 2005. El de Alemania, en un 18,7%; Estados Unidos, un 17%. También Japón, con sus problemas demográficos, ha crecido un 7,8%. Incluso Portugal ha sido capaz de crecer en un 7%, ¿por qué nosotros no lo somos?”
“¿Es que solo importa el crecimiento económico? ¿Es el PIB la única variable a considerar?”, prosigue Fernández-Villaverde. “Veamos. En 2005 trabajaban 19,2 millones de españoles; en 2021 lo hacen 19,6 millones. Hemos creado apenas 400.000 puestos de trabajo. No somos más productivos ahora que en 2005. Nuestra capacidad de producir no ha crecido, aunque la población sí lo ha hecho. El desempleo, por otro lado, ha pasado del 8% al 16%. El déficit estructural de las Administraciones Públicas, que en 2005 era del 3,43%, es ahora del 5,3%, mientras la deuda pública se ha disparado del 42% a cerca del 120% del PIB. Es decir, que producimos lo mismo, pero tenemos más desempleo, más déficit y mucha más deuda”.
Han sido 16 años perdidos y lo que te rondaré morena. ¿Estamos condenados los españoles a perdernos en el furgón de cola del progreso? ¿Somos menos laboriosos que los habitantes de otros países? No lo parece. Españoles de primer nivel hay enseñando en las mejores universidades, compitiendo en los mercados de capitales de Londres o Nueva York, participando en compañías tecnológicas de Silicon Valley o dirigiendo la investigación médica en los mejores hospitales del mundo, por solo hablar de algunas de las profesiones liberales más relevantes del momento. Nuestro retraso es producto de decisiones de política económica equivocadas tomadas por los sucesivos gobiernos con el consentimiento de la ciudadanía. Negación de los ajustes pertinentes en épocas de vacas gordas para afrontar las crisis que siempre acaban por llegar y eterno olvido de las reformas imprescindibles para volver al crecimiento. “Todas las decisiones de política económica de las últimas semanas son exactamente iguales que las que se tomaron en el otoño de 1973, tras la primera crisis del petróleo. Una, negar la realidad. Dos, tomar medidas en el Consejo de ministros que van a dar un titular fantástico al día siguiente para dar la impresión de que se hace algo y tratar de ganar votos. Intentar solucionar la situación actual a base de gasto público con una deuda del 120% del PIB es hacer lo contrario de lo que habría que hacer”.
El viernes supimos que la deuda pública alcanzó el pasado febrero su máximo histórico con 1,442 billones de euros, lo que supone casi un 5,5% más que hace un año (74.474 millones más), superando el 119% del PIB, según los datos publicados por el Banco de España. Esta es la verdadera tragedia de España, el cáncer que amenaza la prosperidad colectiva y la realidad que celosamente oculta el Gobierno y en buena medida la oposición. Llama poderosamente la atención que en situación tan amenazante, que devendrá en una crisis de deuda inevitable en cuanto nuestro Tesoro se vea obligado a salir a financiarse en el mercado tras la decisión del BCE de empezar a reducir sus programas de compra de deuda soberana, en el Parlamento y en los medios de comunicación se siga hablando única y exclusivamente de “desigualdad”, de “ayudas”, de “subvenciones” y, en definitiva, de gasto público. Ni una palabra sobre el crecimiento, sobre la necesidad de crecer, de generar riqueza y crear empleo, única forma de abordar el saneamiento integral de las cuentas públicas.
En las últimas fechas se viene hablando con largueza de la conveniencia o no de bajar impuestos en la actual situación, un debate introducido por la llegada a la dirección del PP de Alberto Núñez-Feijóo, que este viernes hizo pública una propuesta al Gobierno Sánchez con rebajas fiscales por importe de 10.000 millones y cerca de 5.000 más de movilización de fondos del Plan de Recuperación para bonificar fiscalmente la energía a las rentas bajas. Y da la impresión de que, a pesar de haber contado en la elaboración de ese plan con la ayuda de “decenas de personas de la sociedad civil”, el PP no acaba de dar con la tecla, no es muy consciente de la gravedad de una situación que no se arregla con cataplasmas destinadas a transmitir a la ciudadanía la sensación de que la oposición también se mueve, se preocupa y plantea soluciones. Ocurre que en una crisis de oferta como la que nos ocupa consecuencia de la invasión de Ucrania, toda esa parafernalia del cheque, la ayuda y la subvención tiene un componente inflacionario evidente, tanto más grave con un guarismo que ahora mismo ronda el 10%.
Nuestro retraso es producto de decisiones de política económica equivocadas tomadas por los sucesivos gobiernos con el consentimiento de la ciudadanía»
Naturalmente que el Gobierno y su clerecía mediática se escandalizan ante la sola mención de una bajada de impuestos, porque lo suyo es justo lo contrario, exprimir a empresas y clases medias trabajadoras para poder gastar más, olvidando la otra parte de la ecuación, la necesidad imperiosa de reducir el gasto, de racionalizar el gasto público para hacer más con lo mismo o con menos, empezando por recortar drásticamente la escandalosa estructura de un Gobierno con veintitantos ministerios, algunos, caso del de Igualdad, con un presupuesto que supera los 5.000 millones, una situación insultante desde el punto de vista del contribuyente. Todo apunta a un futuro muy preocupante para una España enfrentada a la incertidumbre de la guerra en Ucrania y sus efectos sobre los precios, con alta inflación, fuerte subida de tipos de interés llamando a la puerta, un crecimiento raquítico, un endeudamiento insoportable, y un proceso de desglobalización en marcha cuyas consecuencias para una economía abierta como la nuestra, básicamente dependiente del turismo, se desconocen.
Lo más dañino, con todo, es la presencia en el puente de mando del peor Gobierno de la democracia, el más endeble desde el punto de vista técnico y el más débil desde el parlamentario. Una coalición de socialistas y comunistas incapaz de acometer las reformas que el país necesita y, por supuesto, negado para abordar un proceso de consolidación fiscal que, más pronto que tarde, nos acabará imponiendo Bruselas, porque, por suerte, pertenecemos al club del euro y será la dirigencia de ese club la que nos imponga los ajustes a realizar y la que, en definitiva, nos salve de la clase política que padecemos y a la que resignadamente respaldamos cada cuatro años. Ello, en una situación de extrema debilidad del Estado que episodios como el del espionaje del “Pegasus” no hacen sino poner en evidencia. El ciudadano de una democracia parlamentaria en un país desarrollado espera que sus gobernantes cumplan con las obligaciones inherentes a su cargo, una de las cuales consiste en proteger la seguridad del Estado de sus enemigos internos y externos. El problema no es que el CNI haya expiado a los separatistas, que va de suyo (“Sí, yo disparé”, Thatcher en el Parlamento británico tras la muerte en Gibraltar de tres activistas del IRA), iba en el sueldo del mediocre Sanz Roldán, el problema es que lo han hecho tan mal, ha sido tal la chapuza que, en el caso del ‘procès’, el pasmado Rajoy aseguró que no habría referéndum y el CNI no fue capaz de detectar una sola urna antes del 1-O, ni de impedir la huida en el maletero de un coche del capo de la conspiración, entre otras muchas cosas.
Milagros al margen, parece imposible imaginar a Pedro Sánchez (un enemigo formidable para el centro derecha, un auténtico campeón del marketing político) revalidando su presidencia en las próximas generales, sean cuando sean. Como ocurriera con Zapatero en 2011, Núñez-Feijóo está llamado a convertirse en el próximo presidente del Gobierno de grado o por fuerza, en solitario o con la ayuda de VOX. Será un desembarco en Moncloa doloroso, porque su presidencia no consistirá solo en aplicar la necesaria cirugía a nuestras cuentas públicas obligada por la pertenencia de España al euro, sino que, de una vez por todas y resistiendo las presiones de la calle, tendrá que poner en marcha esas grandes reformas eternamente aplazadas que este país necesita para salir del hoyo de crecimiento en que se encuentra desde 2005.
Reformas que no solo tienen que ver con la economía, sino con el alma política de este desventurado país nuestro. Cambiar de raíz una “estructura político-administrativa que ha generado una serie de incentivos para que no se tomen las decisiones concretas que España necesita”, en palabras de Fernández-Villaverde. “Esta estructura ha llevado a una calidad democrática en deterioro y a una eficiencia económica cada vez más baja”. Cambiar radicalmente el sistema de formación y selección de elites (para que, entre otras cosas, tipos como Zapatero, Rajoy y Sánchez no puedan llegar a la presidencia del Gobierno), reformar la administración para hacerla más barata y eficiente, acabar con la colonización de las instituciones por los partidos políticos, cambiar el sistema electoral y, last but not least, poner en marcha una revolución educativa capaz de sacar de las aulas jóvenes cultos y con espíritu crítico, con conocimientos suficientes para discernir por su cuenta dónde le aprieta el zapato a la España en la que van a vivir su vida.