España y Francia: de la pasión a la racionalidad

Hoy sería más aconsejable que nunca, respetando el Estado autonómico, hacer una política realista sobre las cuestiones materiales que mejoran o empeoran la vida de los españoles y que fortalezca los lazos que nos unen, sin los cuales las diferencias dejarían de tener el sentido positivo deseado por la inmensa mayoría.

Esta última Semana Santa, he aprovechado para recorrer el País Vasco francés una vez más. En desagradable contraste con un urbanismo caótico, grandes edificios desordenadamente construidos a este lado de la frontera, me encuentro los típicos caseríos vasco-franceses, inmaculadamente blancos con sus contraventanas pintadas de rojo, verde o azul marino, rodeados de prados intensamente cuidados y verdes, que me hicieron recordar con vívida frescura a Hannah Arendt: «Desde la decadencia de su, en otro tiempo, grande y gloriosa esfera pública, los franceses se han hecho maestros en el arte de ser felices entre pequeñas cosas, dentro de sus cuatro paredes, entre arca y cama, mesa y silla, perro, gato y macetas de flores, extendiendo a estas cosas un cuidado y ternura que, en un mundo donde la rápida industrialización elimina constantemente las cosas de ayer para producir los objetos de hoy, puede incluso parecer el último y puramente humano rincón del mundo».

No puedo estar más de acuerdo con la autora de Eichmann en Jerusalén al describir delicadamente la inclinación francesa por las «pequeñas cosas», aunque difiera de ella cuando relaciona esta dedicación a las formas, a lo cercano, a lo que tiene límites con la desaparición de la esfera pública.

En Francia, el espacio público es más dinámico e intenso, más efervescente y original de lo que pensaba la autora alemana, más si lo comparamos con el de nuestro país, átono y profundamente enrarecido por un sectarismo opresivo. Cierto es que ese ámbito comunal lo encontramos explícitamente residenciado en París, pero es que no hay nada más francés que París y nada más parisino que Francia.

Desde luego, ese cuidadoso cultivo de las formas, arraigado profundamente en la historia francesa, no se ha contagiado ni imitado a nuestro lado de la frontera. Ciertamente, nosotros nos movemos entre lo sublime y lo trágico, olvidando la serenidad, la moderación que requieren «las pequeñas cosas».

No son imaginables Cervantes, Goya o la novela picaresca en la cultura francesa, como tampoco serían transplantables los santos místicos españoles, imbuidos de una trascendencia sublime, al ámbito religioso galo, sometidos a las crueles pero también fructíferas y muy terrenales guerras de religión.

De estos desarrollos históricos diferentes -uno, el francés, en el que el presente y el futuro siempre han sido mejores, más prósperos, menos precarios que el pasado, probablemente hasta nuestros días no se ha roto esta armoniosa cadena de progreso social; y otro, el nuestro, con sorprendentes saltos hacia el pasado, engarzados con largos periodos de estancamiento ensimismado-, nacen dos maneras, también desiguales, de enfrentar la vida pública.

Francia, baluarte internacional

Francia, con todos sus problemas, es un Estado seguro de sí mismo, que no está sometido continuamente a la quebradiza voluntad de los políticos. Tiene una política exterior mínimamente estable, en la que predominan «los barcos», los beneficios, en detrimento de «la honra» si es necesario.

El ejemplo más claro es su cercano tutelaje de los países francófonos de África, en el que hoy sobresale su protagonismo en Libia. Y mantiene sólidamente una determinada forma de Estado, heredada del periodo napoleónico y que ha atravesado sin grandes cambios los diferentes avatares históricos: reyes, imperios y las sucesivas repúblicas. Consigue garantizar una igualdad suficiente para que la ciudadanía se desenvuelva con holgura.

Es decir, con libertad y por encima de las siglas y los sectarismos -hemos asistido en las últimas elecciones presidenciales francesas a públicos apoyos de intelectuales del centro izquierda al actual presidente de la República, comportamiento impensable en la vida pública española atenazada por sectarismos de campanario-, anulando diferencias religiosas, partidistas, étnicas o geográficas, asimiladas por un poderoso Estado, aunque con el contrapunto, estos últimos años, de la dificultad para integrar a determinados sectores de emigrantes pese a sus esfuerzos notables y notorios, hasta el punto de modificar, modular o interpretar parcialmente alguno de los grandes acuerdos de la Unión Europea.

Si nos detenemos en nuestra realidad pública, nos encontramos con una situación bien distinta. Sometemos continuamente -los partidos nacionales cada cuatro años y los nacionalistas periféricos diariamente- a discusión los denominadores comunes en los que decidimos basar nuestra convivencia democrática.

En continua revisión

Cada Gobierno tiene la tentación de confeccionar una política exterior nueva, bajo la retórica impuesta por los lazos históricos con los países hispanoamericanos, olvidando nuestros intereses actuales que, sin duda, pasan por unas relaciones intensas con EEUU, país en el que más de 40 millones de personas, con gran influencia política, son herederas de una historia común a la nuestra. ¿Se imaginan la política exterior francesa con semejante palanca de influencia internacional?

La tendencia a cuestionar todo, a empezar continuamente de nuevo, tiene consecuencias muy negativas para la vida pública española. Los nacionalistas pueden creer que es posible, y probable, conseguir sus objetivos últimos, y teniendo autonomías inimaginables desde hace unos cuantos años siguen reivindicando la consecución de sus metas, empobreciendo el debate político español, cuestión ésta impensable en nuestro país vecino para unos nacionalismos extremadamente residuales, folclóricos y un tanto pintorescos. La posibilidad cierta de cambiarlo todo ha dado aire e impulso al mundo etarra, que ha creído posible, con suficientes motivos, la derrota del Estado.

Muchas son las ocasiones en las que nos hemos preguntado por las razones que han permitido a ETA sobrevivir durante un periodo de tiempo tan amplio. Hemos dudado de nuestras fuerzas para derrotar a la banda terrorista, hemos sobredimensionado su capacidad criminal, pero frecuentemente hemos olvidado que un Estado en continua revisión, con páginas en blanco para que escriba quien quiera, dispuesto a adaptarse a las exigencias tiránicas de los nacionalismos se convierte en un verdadero acicate para los terroristas, porque el desaliento más influyente para los que quieren conseguir más programas máximos por medios violentos es la inalterabilidad del Estado.

Todo se puede modificar, todos se deben adaptar a las nuevas circunstancias, pero cuando lo quiera la mayoría de la sociedad y en momentos que podamos calificar de históricos, por escasos.

Hacer una política realista

En fin, sería aconsejable, este año electoral, que el debate versara sobre ideas, proyectos, discursos que afecten a la vida diaria de los españoles, dramáticamente condicionada por la crisis económica y por un Estado ineficiente, muy complejo, incapaz de hacerse respetar por las fuerzas políticas y que genera desconfianza por su arbitrariedad en la ciudadanía.

Hoy sería más aconsejable que nunca, respetando el Estado autonómico, factor dinamizador de suma importancia durante estos últimos 30 años, hacer una política realista, sin las pasiones e insultos que la dominan, una política racional sobre las cuestiones materiales que mejoran o empeoran la vida de los españoles, y que fortalezca los lazos que nos unen, sin los cuales las diferencias, representadas por los diferentes Estatutos de Autonomía, dejarían de tener el sentido positivo deseado por la inmensa mayoría.

(Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad)

Nicolás Redondo, EL ECONOMISTA, 29/4/2011