Nemesio Fernández-Cuesta-El Confidencial
- A largo plazo, dada nuestra absoluta dependencia del exterior, mejorar nuestra seguridad energética solo es posible si reducimos nuestros consumos de petróleo y gas
La guerra de Ucrania ha puesto de manifiesto la debilidad estratégica del suministro de energía a Europa y la necesidad de que la seguridad de suministro recupere protagonismo en el marco de la política energética. En España, tras el cierre de los yacimientos residuales del Mediterráneo vinculados a la plataforma Casablanca, en Tarragona, nuestra producción de petróleo es inexistente y, dada la reciente prohibición legal de explorar en busca de hidrocarburos en nuestro país, nuestra dependencia del exterior continuará siendo absoluta. Hablar de seguridad de suministro en estas circunstancias solo tiene sentido desde la perspectiva de diversificación del riesgo. En el año 2021 los suministros de petróleo crudo a España procedieron de 26 países diferentes, de los que solo nueve superaron un 3% de cuota de mercado.
La conclusión del cuadro anterior es que nuestros suministros cuentan con un grado de diversificación adecuado y que la cercanía relativa y, por tanto, el menor coste de transporte es lo que justifica que Nigeria, Libia, Estados Unidos y Méjico estén entre nuestros principales suministradores. A corto plazo, solventar problemas de cortes de producción, sean de origen técnico o político, en cualquiera de los países donde adquirimos el crudo es posible desplazando compras a otros proveedores.
La seguridad de suministro de gas natural es un asunto más complicado. En 2021, la demanda nacional de gas ascendió a 417 teravatios hora (TWh), de los que un 42,7% fue suministrado por Argelia, país con el que mantenemos un enfrentamiento político derivado del cambio de posición española sobre el estatus político del Sahara. Los otros suministradores relevantes fueron Estados Unidos, Nigeria, Rusia —con casi un 9%— y Qatar. La producción nacional de gas fue simbólica, apenas un 0,1%. Nuestra dependencia del exterior es y será absoluta, aunque, a diferencia del petróleo, cabe algún matiz. Aunque siempre cantidades marginales, sería posible producir más gas en España, sobre todo en la zona de Álava. Cabe además producir biogás o biometano a partir de biomasa o residuos. Esta producción de origen renovable supone cerca del 8% del consumo de gas en Alemania. En nuestro caso no llega al 0,1%.
El problema de Argelia no es tanto un corte repentino del suministro como la hipotética decisión de no renovar los contratos a su vencimiento. Fue la decisión que tomaron para proceder al cierre del suministro a través del gasoducto que recorre Marruecos y entra en España por Tarifa. Somos un comprador relevante para Argelia —el segundo, detrás de Italia—, pero en los próximos años no faltarán clientes, europeos y no europeos, para el gas argelino. La ampliación en curso de la capacidad de licuefacción y de exportación de gas licuado en Argelia está financiada por China. Sustituir a Argelia no es fácil y menos en la situación actual y previsiblemente futura del mercado mundial de gas. Es posible que nunca haga falta, pero es el talón de Aquiles de nuestra seguridad energética.
A largo plazo, dada nuestra absoluta dependencia del exterior, mejorar nuestra seguridad energética solo es posible si reducimos nuestros consumos de petróleo y gas. Habrá quien abogue por abrazar la ‘apología del decrecimiento’, tan querida por cierta izquierda, pero la solución adecuada es electrificar en la medida de lo posible nuestros consumos energéticos, siempre que la electricidad producida no incida en una mayor dependencia exterior. En realidad, la transición energética y mejorar nuestra seguridad de suministro son objetivos que se alcanzan de forma coincidente. Se trata de contar con un sistema eléctrico basado en energías renovables dotado de una amplia capacidad de almacenamiento, completado con una reducida producción a partir de gas natural u otros gases renovables con captura de CO₂ incorporada. Los datos de producción eléctrica del pasado mes de abril nos indican que, aunque aún estamos lejos de un modelo semejante, tenemos una parte del camino andado.
Más de un 50% de la energía producida lo fue por tecnologías que pudiéramos denominar renovables ‘puras’ (eólica, hidráulica y solar) y autóctonas. A este porcentaje habría que añadir el 15% del epígrafe de ‘Renovables, cogeneración y residuos’, aunque si tenemos en cuenta que la cogeneración funciona con gas, solo una parte podría considerarse energía autóctona. En el extremo contrario tenemos el 9% generado con carbón y gas de importación. La generación nuclear merece un comentario más sosegado. El uranio que consumimos es de importación y nuestro primer suministrador es Rusia, que suministra casi el 40% de nuestras necesidades. Otros suministradores son Canadá, Níger, Namibia, Kazajistán o Uzbekistán. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre con el petróleo y el gas, tenemos recursos en España. La compañía minera australiana Berkeley solicitó permiso para explotar los recursos disponibles y construir en Salamanca una planta de concentrado de uranio. Sus estimaciones eran que dicha planta podría abastecer las necesidades de las centrales nucleares españolas durante diez años. El pasado noviembre nuestro Gobierno denegó la autorización correspondiente.
Hasta que alcancemos un modelo de producción eléctrica renovable necesitamos una energía de transición. A corto y medio plazo, la opción es elegir entre la dependencia exterior del suministro de gas o del de uranio. La electricidad no producida por el cierre de las centrales nucleares solo puede ser sustituida por la producida quemando gas. Los datos disponibles aconsejan no incrementar nuestra necesidad de gas: la sustitución por Europa del aprovisionamiento ruso, la demanda creciente de China e India y el tamaño relativamente reducido del mercado mundial de GNL permiten prever un mercado tensionado en el que los crecimientos adicionales de la demanda tendrán difícil acomodo. Por otro lado, no se puede obviar que la generación eléctrica nuclear no produce emisiones de CO₂, cuya eliminación es un objetivo básico de la necesaria transición energética. La energía nuclear, por su ausencia de flexibilidad, no marca precios en el mercado marginal. Precios mínimos horarios inferiores a 10 euros por MWh, como hemos tenido en cinco ocasiones a lo largo del pasado mes de abril, son compatibles con un 20% de generación eléctrica nuclear. En cuanto el gas funciona, a los precios actuales, los precios de la electricidad superan los 150 euros por MWh.
Como es sabido, en una decisión más ideológica que racional, el Gobierno español ha decidido cerrar nuestra generación eléctrica nuclear entre 2027 y 2032. En 2030, dentro de ocho años, contaremos con menos de la mitad de la capacidad actual. El cierre debería producirse no en una fecha predeterminada, sino cuando nuestra generación eléctrica renovable más la capacidad de almacenamiento disponible nos permitan hacerlo. Hasta entonces, no estaría de más que compráramos el uranio en latitudes distintas a las actuales.