Javier Zarzalejos-El Correo

  • La cuestión es qué ocurre con un Estado al que la concertación de la izquierda con el nacionalismo ha llevado a una crisis que quieren convertir en sistémica

Ya estaba tardando. Basta que los nacionalismos entren en la olla donde la izquierda cocina sus pactos para que la pretendida ‘solución federal’ pase por ser el ingrediente fundamental del guiso, el que da sabor al conjunto y hace ligar la salsa. Lo cierto es que ese plato nunca termina cocinándose porque en realidad no gusta a los comensales.

Habrá que seguir repitiendo que ni los nacionalistas vascos ni los catalanes tienen el menor interés en el federalismo, porque «hoy en día las credenciales del federalismo residen en la contribución de esa forma política más para incrementar la participación democrática que para resolver cuestiones identitarias». Esto decía el profesor Juan José Solozábal en la presentación de la obra colectiva, dirigida y editada por él, ‘La reforma federal. España y sus siete espejos’ (Biblioteca Nueva). Y para satisfacer sus apetitos identitarios -siempre con factura adjunta-, a los nacionalismos maldita la falta que les hace un modelo federal. Todo lo contrario. El federalismo como modelo de organización estatal responde a un proceso de centralización a partir de unidades políticas anteriores, manteniendo una amplia descentralización territorial de poder.

En los sistemas federales, la asignación de competencias se lleva a cabo en la propia Constitución, no en los estatutos, y es el Tribunal Constitucional -o corte suprema ejerciendo esas funciones- el que interpreta en todo caso la norma fundamental en los conflictos que se puedan producir en esta asignación. Una cámara con importantes poderes es el foro de representación territorial y las unidades constitutivas del Estado -los Estados federados- intervienen en los procesos de reforma constitucional.

Para satisfacer sus apetitos identitarios, a los nacionalistas no les hace falta un Estado federal

Lo que queda de soberanía originaria en las unidades políticas que se federan no es más que una referencia histórica sin virtualidad práctica. No hay derecho a la secesión ni a la autodeterminación en ningún Estado federal, tampoco en Canadá. Bien al contrario, la lealtad federal (Alemania) o la constitución de una comunidad política irreversible como la que definió Abraham Lincoln en Estados Unidos, aun al precio de una sangrienta guerra civil, definen los federalismos más eficaces e históricamente exitosos. Añadamos, por tanto, una estricta naturaleza igualitaria de este modelo, su racionalismo frente al historicismo y al romanticismo jurídico tan del gusto foral y se concluirá fácilmente por qué a los nacionalismos españoles -lo son a su pesar- no les gusta el federalismo.

Es curioso que las apelaciones recurrentes a la fórmula federal procedan del socialismo catalán a pesar de que sus socios independentistas nunca han dado la más mínima indicación en ese sentido. No cuenta a estos efectos que Pere Aragonès hable de un «acuerdo de claridad» para intentar situarse en la estela canadiense. Lo que plantea, de vez en cuando, ERC se parece al acuerdo de claridad de Canadá auspiciado por el dictamen de su Tribunal Supremo como un huevo a una castaña.

Un modelo de Estado en ningún caso puede resultar de un acuerdo coyuntural para formar gobierno

El hecho de que estas ansias federales surjan para ambientar las negociaciones de los socialistas con los nacionalistas es un indicador de la carencia de solidez de lo que ni siquiera llega a ser una propuesta. La cosa alcanza extremos delirantes y realmente peligrosos cuando el presidente del PNV, Andoni Ortuzar, insta a pactar un modelo de Estado para los próximos diez o veinte años. No se trata solo de que la horquilla de la duración de ese nuevo modelo de Estado parezca demasiado amplia -da igual 10 que 20-, sino de que cualquiera pensaría que un modelo de Estado es una decisión constituyente que en ningún caso podría resultar de un pacto coyuntural e inevitablemente precario para formar un Gobierno.

Es verdad que en un modelo de Estado como el autonómico todavía abierto es mucho lo que se puede hacer por la vía de la legislación orgánica motorizada por un Tribunal Constitucional cuya mayoría parece sintonizar con los propósitos de Sánchez. Pero ni ese es un procedimiento democráticamente aceptable, ni garantiza que la mutación constitucional por vía de leyes orgánicas resista al tiempo.

En el fondo lo que ocurre es que este del federalismo es un debate vicario. Lo que se dilucida, mucho más después de las últimas elecciones, no es si se adopta un modelo federal o no en un Estado que ha alcanzado una descentralización máxima. La cuestión es qué ocurre con un Estado al que la concertación de la izquierda y el nacionalismo ha llevado a una crisis que quieren convertir en sistémica, forzando al límite la cohesión y la estabilidad constitucional. Y la alternativa que buscan los nacionalistas no es el federalismo, sino, en el mejor de los casos, una confederación agónica con fecha de caducidad.