EL MUNDO – 14/07/16 – ARCADI ESPADA
· Entre los años 2004 y 2007, por mérito y nómina de la editorial Espasa, llevé un blog que tuvo un cierto éxito de público. Una noche inolvidable los más habituales se conjuraron y llegaron a los tres mil comentarios; pero lo cierto es que cada día se escribían a cientos. Mientras duró leí todos los comentarios, no censuré ni el más abyecto y jamás utilicé un nick para escribir allá abajo. Fui grato testigo de la inteligencia y de la delicadeza humanas, y también de su vileza.
Una de las razones que me llevaron a evitar la censura fue la de disponer de un recuento impagable del insulto moderno en España: de sus modalidades, de sus estrategias y de sus honduras. Me insultaban a mí y se insultaban entre ellos, y había noches en que me asombraba la fiereza y el retorcimiento. Tenía en cuenta los atenuantes, por así decirlo. El principal, el anonimato. Pero también el alcohol y las drogas, la herida narcisista, los descalabros de la madrugada, la juventud siniestra; y el principal, que siempre era el deseo de ser alguien.
Pero aún teniendo en cuenta todo eso, y la evidencia, tantas veces comprobada, de que un mismo sujeto podía embozarse en media docena de nicks para insultarse incluso a sí mismo, nunca olvidaba que detrás de cada letra tecleada había un hombre, o como se dice ahora, un hombre o una mujer. No era una máquina, un robot, un fantasma: era un hombre tecleando. Ya no era joven, llevaba años dedicándome a un oficio que consiste en conocer gente y había leído bastante literatura realista y visto todo Shakespeare, incluso el más infumable. Pero hasta entonces no supe del todo bien en qué consistía eso que con tanta seguridad –cuña de la misma madera– llaman la gente.
Esta experiencia personal, pero transferible, se ha multiplicado de modo notable, puramente exponencial, en los últimos años, a través de lo que llaman las redes sociales, un nombre que yo utilizo siempre con distancia dado su carácter ennoblecedor. De pronto la gente ha quedado desvelada. Los que se alegran de la muerte del torero, para citar el último ejemplo, existen y teclean. Estoy dispuesto a discutir cada una de las presuntas virtudes que se atribuyen a las redes.
Excepto la de que facilitan una aproximación afinadísima a la naturaleza humana. No hay discusión posible: jamás la humanidad había dispuesto de un similar espejo. Todo ello tiene que redundar en el provecho de la especie, por dentro y por fuera. A psiquiatras y a policías se les están agotando las excusas.