Eduardo Uriarte-Editores

El origen de la inestabilidad política española está en el rechazo por parte del PSOE de una coalición de centro, como la Alemana, y no un Gobierno escorado al populismo izquierdista y al nacionalismo periférico. No es habitual, salvo en una mente subversiva, o lo que es peor, en una mente enajenada por el ansia de poder, constituir un gobierno, rechazando la Große Koalition, apoyado por todas las fuerzas que reivindican destrozar el Estado. No es normal el dadaísmo político. Este es el origen de todos los convulsivos acontecimientos en los que ha caído la política española.

En este momento de profunda crisis nos hubiera ido mucho mejor con un Gobierno de centro estable, volcado en la gestión contra la pandemia y la crisis económica, al contrario que lo que ocurre, un Gobierno volcado en la propaganda y la conspiración. Asumido el enfrentamiento como instrumento hacia el poder y la hegemonía política, la crisis provocada por la pandemia no es contemplada como un reto por los detentadores de la Administración sino como una oportunidad, un nuevo espacio de confrontación, en la que profundizar las contradicciones, quebrar los viejos consensos del 78, y alcanzar la hegemonía total. Es decir, la táctica leninista de la socialdemocracia que estudiábamos ingenuos y peligrosos en las cáceles del Caudillo. Afortunadamente la Transición, hoy denostada, nos mostró la virtud de la política frente a la fabulación revolucionaria. Pero hoy vivimos en infantiles tiempos de toma de poder y aniquilación del adversario.

Sin embargo, maticemos la culpa de Sánchez, él es un producto de la partitocracia española y ésta ha impulsado, como no podía ser de otra forma, a nuestros partidos hacia un sectarismo que fagocita la democracia. En este régimen partitocrático el partido lo es todo, es un poder absoluto. No es cierto, como afirma mi amigo Antonio Rivera que el socialismo sea libertad, lo será si enfrente hay otra opción ideológica respetada, hay contrapoderes del Estado, hay prensa sin control político, y se asume, como lo hiciera González, el liberalismo.

Después de muchos años de militancia llegué a la convicción de que si en algún ámbito no hay libertad -además de en las cárceles- es en el seno de los partidos.  Ello es debido a su férrea estructura feudal -gran contradicción, instrumentos feudales gestionando la democracia- que, como dirían los trotskistas, “segrega” una ideología coherente a ella, una disciplina que se convierte en servil y una concepción del partido como poder absoluto. En cierta manera esto  ha acabado siendo así por la desmesurada importancia del partido frente al Estado y a la sociedad en general.

Por lo que no es tan sorprendente, al menos para los que hemos militado durante años, la disciplina y la ley del silencio que internamente se ejercen, incluso ante prácticas ilegales, la corrupción hoy sistémica, que en una porción pequeña acaban siendo conocidas. El centralismo democrático, gran tabú en la izquierda, no tiene nada de democrático, para ello tendría que ser público su ejercicio. “Los trapos sucios se lavan dentro”, una consigna cargada de autoritarismo y coacción, que evita la crítica de una manera feroz. Lo importante, por el contrario, es construir un enemigo abominable -mientras más abominable sea menos se reflexiona sobre los errores propios-  a batir sin cuartel. Odio que encubre las carencias democráticas, el autoritarismo de la camarilla dirigente, sus caprichos, y los comportamientos irracionales que suelen producirse en el seno del propio partido. Cada vez más según pasan los años, los partidos se asemejan más a hordas guiadas por caudillos que a los instrumentos de los que se dotó el republicanismo y el liberalismo.

El partido, pues, hace tiempo que fue dejando de ser un instrumento de servicio social para convertirse en un fin en sí mismo, y, por ello instrumentaliza todo lo que encuentra en su camino: lengua, educación, derechos fundamentales, pandemia, el Estado y la misma democracia. Esta realidad que hace tiempo venía detectándose alcanza su punto álgido en la actualidad mostrando el escándalo protagonizado por el golpe de mano de Ciudadanos y el PSOE en Murcia como un síntoma más de la degeneración política que inauguró con la negación de la misma, con la irrupción de la ruptura democrática, mediante la declaración del No Es No. Principio de la ruptura. O los partidos se limitan, y ello significa la vuelta de Montesquieu, y la independencia de las entidades civiles o, ellos, instrumentos necesarios para la articulación de la democracia, acabarán destrozándola. La antigua maldición que manifestara Platón en su República.

Que chicos tan formales, que se levantaron contra las malas prácticas del totalitarismo nacionalista, den un golpe desde el mismo Gobierno de Murcia contra el Gobierno de Murcia, demuestra que nada bueno han aprendido. Por el contrario, lo rápido que han asumido las malas prácticas que denunciaban de los partidos añejos, incluidos los nacionalistas contra los que se erigieron. Pero, volviendo al principio, el origen de la inestabilidad política que padecemos está en el director de la orquesta y de la deserción, iniciada por Zapatero, que impuso del sistema del 78, de su marco constitucional, de sus usos y costumbre, como dejar gobernar al más votado, su entreguismo al nacionalismo periférico incluido el erigido sobre cincuenta años de terrorismo. Nunca, ni bajo aquel terrorismo, existió tal inestabilidad política, y es porque ahora ella surge desde la cúspide del poder.