JON JUARISTI-ABC

  • ¿España? Solo el nombre de un gigantesco estadio sumido en un trance fusional

«Se nota que a usted no le gusta el fútbol», me espeta un señor muy amable que se identifica como lector asiduo de mis columnas. Acaso sea el último, y, como no lo quiero espantar, intento explicarle que no es así, y me hago un lío. En fin, lo que tendría que haberle dicho, porque es lo que de verdad creo y siento, es que ya de niño podía soportar el partido semanal en el colegio, pero me reventaba tener que ir a San Mamés cuando al Athlétic le tocaba jugar en casa. Ambas eran obligaciones impuestas en el ámbito escolar y en el familiar, respectivamente.

Lo que peor llevaba era el aspecto pasional y fusional del estadio, donde tenías que entusiasmarte o cabrearte cuando lo hacía la mayoría. Esa norma tácita me angustiaba, porque, incapaz de poner atención en las aburridísimas jugadas, me equivocaba casi siempre al fingir júbilo o rabia, y me llevé más de un tortazo de los circunstantes. No podía cambiar de lugar de una quincena a otra, porque tenía una localidad fija (y pija) en la tribuna de Gol Norte. De modo que mi situación iba empeorando a lo largo de la temporada.

Hay mucho semiólogo suelto que sostiene que el fútbol imita la guerra entre dos ejércitos, y que por eso es el espectáculo favorito de todos los nacionalismos. Sin embargo, sospecho que lo de la guerra es puro pretexto, mera coartada para el ensañamiento colectivo contra individuos concretos, no necesariamente pertenecientes al equipo visitante. Pueden ser zopencos del tuyo, o árbitros, o disidentes por convicción o despiste (como era mi caso). Cuando la peña realmente vibra es en linchamientos más o menos simbólicos que culminan en catarsis. En su ‘1984’, Orwell describió muy bien lo que el espectáculo de masas debía a la guerra: catarsis de odio que dejaban al personal sedado y sin ganas de protestar por la subida del aceite.

El sacrificio humano suele ser un gran miorrelajante. La víctima no siempre es aleatoria. Puede ser un culpable que sabe o ignora serlo, o un inocente absoluto o a medias. Eso es lo de menos. Los límites se definen desde fuera y de modo siempre intencional. El Gobierno en pleno ha percibido la transgresión de Luis Rubiales. Ninguno de sus veintidós miembros percibió hace dos meses la de la Rubiales, porque era de su cuerda y porque toda percepción responde a una intención. Así, cuando Víctor Francos, secretario de Estado para el Deporte, declara ver en la reacción airada de la selección nacional femenina el comienzo del MeToo del fútbol español, expresa no tanto una realidad como una esperanza, la de que se monte el pollo, las delaciones en cadena, la gran hecatombe que desate la catarsis de España mediante el terror y la cancelación.

Ahora bien, lo que realmente conmueve es ver a Irene Montero haciendo la rosca a Francos e Iceta desde la sima de la desesperación laboral. Estadios. ¿Está Dios por ahí?