Jon Juaristi, ABC, 12/8/12
Las pifias cometidas por quienes deberían haber velado por la Constitución en el País Vasco no se arreglarán con chapuzas compensatorias
LAS tonterías estadísticas son a veces demasiado grotescas para tomarlas en serio. Como la siguiente: desde 1980 el País Vasco ha perdido cerca de 200.000 habitantes, un 10 por ciento de la población de la comunidad autónoma. Toda vez que entre 1980 y 2010 no cejó el terrorismo de ETA, se concluye que la mayor parte de la pérdida se explica por la emigración a otras regiones de quienes se vieron presionados por las amenazas de la banda.
Sin duda, ese motivo explica la salida de un porcentaje que no me atrevo a cuantificar, pero que no debe de ser abrumador: policías, militares, políticos, periodistas, profesores, empresarios extorsionados. Son —o somos— aquéllos a los que Arnaldo Otegui se refiere con el cariñoso apelativo de «chacurras» (perros). Si alguna vez hubiera habido doscientos mil «chacurras» en el País Vasco, habrían emigrado Otegui y sus matones, que tampoco son cientos de miles, aunque sus votantes alcancen esas cifras.
Hubo y hay otras muchas causas para el fuerte descenso demográfico de la población vasca durante el período autonómico. Aun si prescindiéramos del bajísimo índice de natalidad de la región, factor principal del decrecimiento, tendría que contemplarse asimismo el cambio en el modelo productivo que trajo consigo la reconversión industrial (el desmantelamiento de la industria pesada, hablando en plata), la terciarización de la economía y, por supuesto, la política clientelar del nacionalismo, que puso en marcha los dispositivos lingüísticos e ideológicos precisos para crear una administración a su imagen y semejanza.
Muchos de los emigrantes más jóvenes, desde hace al menos una generación, son titulados superiores de las universidades vascas, de la pública y de las privadas, cuyos graduados y doctores no pueden encontrar empleo, y en esto la situación es parecida a la de otras muchas regiones españolas que producen más profesionales universitarios que los que sus empresas necesitan. En general , la movilidad geográfica de los jóvenes españoles en busca de su primer trabajo creció exponencialmente incluso antes de que el desempleo se cebara en ellos, y los vascos no fueron la excepción.
Invocar la cifra mágica de los 200.000 para ponderar las dimensiones de un supuesto «exilio vasco» provocado por ETA no deja, por tanto, de constituir una manipulación y desacredita las intenciones de quienes así proceden, que pueden ser tan loables como permitir que los que tuvieron que irse del País Vasco amenazados por ETA ejerzan allí su derecho al voto. Nada hay que lo impida, si ésa es, en efecto, la intención de los verdaderos perseguidos por los terroristas. Les bastaría empadronarse de nuevo si perdieron su avecindamiento, para lo que habría que darles todas las facilidades legítimas. Pero organizar un incondicional «regreso de los exilados» permitiendo que vote en las elecciones autonómicas vascas todos los que en su día se fueron, sin exigirles las mínimas condiciones administrativas que rigen para quienes se quedaron, sería un desatino estúpido. No ha existido un «exilio vasco», porque dejar de residir en Guipúzcoa o Vizcaya para avecindarse en Madrid o Cádiz no es exilarse. Las pifias cometidas por quienes deberían haber velado por el cumplimiento estricto de la Constitución en el País Vasco comprometen gravemente el futuro de la democracia en aquellos lares, pero no se arreglarán con una chapuza compensatoria. Es la propia Constitución la que exige un respeto absoluto de lo establecido en el Estatuto de Autonomía y la que más perjudicada saldría de la imposición de un atajo.
Jon Juaristi, ABC, 12/8/12