Javier Tajadura-El Correo
La Junta Electoral de Euskadi consideró el martes «legítima, proporcionada y conforme a Derecho» la propuesta de decreto que le presentó el lehendakari Urkullu para dejar sin efecto la convocatoria electoral prevista para el 5 de abril. Con ese importante respaldo jurídico, al que se suma el consenso político total, se publicó el correspondiente decreto 7/2020, de 17 de marzo, del lehendakari por el que «se deja sin efecto la celebración de las elecciones» (artículo 1). Se trata de una decisión no sólo oportuna y conveniente, sino absolutamente necesaria, en el marco del estado de alarma que vive España por la epidemia del coronavirus. El aplazamiento de las elecciones es una medida obligada y que no cabe en modo alguno cuestionar o discutir.
Ahora bien, es preciso que la adopción de una decisión de esa trascendencia no pueda tampoco ser cuestionada jurídicamente. Aunque la máxima autoridad en materia electoral de Euskadi ha avalado la legalidad del decreto conviene recordar que, realmente, carece de cobertura legal expresa, y por ello hay que exigirle una fundamentación jurídica precisa e impecable. Ningún presidente de comunidad autónoma, ni siquiera el del Gobierno de la nación, están legitimados constitucional o legalmente para suspender o aplazar unas elecciones. En el caso que nos ocupa, el único fundamento constitucional claro y evidente para decretar el necesario aplazamiento electoral es la «declaración del estado de alarma» por parte del Gobierno central, cuya prolongación más allá de quince días requiere la autorización del Congreso de los Diputados, órgano depositario de la legitimidad democrática. De esta forma, sólo mediante la intervención del Congreso se puede dar cobertura a una suspensión/aplazamiento electoral.
La mayor debilidad del decreto aprobado el martes por Urkullu es que no fundamenta claramente ni vincula la duración del aplazamiento al «estado de alarma» -que tiene la garantía democrática del control parlamentario-, sino al «estado de emergencia sanitaria» que puede ser decretado por el Gobierno vasco de forma unilateral. Aunque en este caso «estado de emergencia sanitaria autonómica» y «estado de alarma» coinciden, es preciso insistir en que sólo el segundo justifica el aplazamiento electoral. Admitir que el primero también lo hace supondría atribuir a un Gobierno autonómico la facultad -no prevista en el ordenamiento- de suspender un proceso electoral. Y de hacerlo sin las garantías de control democrático previstas en el estado de alarma.
Por todo ello, entiendo que el artículo 2 del decreto, que establece que «la convocatoria de elecciones al Parlamento vasco se activará una vez levantada la declaración de emergencia sanitaria», sólo resulta constitucional si se entiende que se refiere al levantamiento del estado de alarma previsto en el artículo 116 de la Constitución y no a la situación prevista en la Ley Vasca de Emergencias.
La principal debilidad jurídica del decreto que deja sin efecto la convocatoria de elecciones reside, por tanto, en su errónea justificación o fundamentación. El lehendakari no puede justificar la adopción de una decisión para la que no está expresamente habilitado en una «emergencia sanitaria» declarada por él mismo. Sólo puede fundamentarla constitucionalmente en el «estado de alarma». La declaración del estado de alarma -como lo sería la del estado de excepción o de sitio- es la única justificación constitucional admisible para aplazar unas elecciones. Y, con todo, no está expresamente prevista en el ordenamiento. Por ello, las Cortes Generales por vía de urgencia deberían reformar la Ley Orgánica de Régimen Electoral General (Loreg) para incluir esta previsión. Es preciso cubrir esta importante laguna jurídica.
La reforma de la Loreg debería abordar dos cuestiones. La primera, establecer los supuestos que justificarían un aplazamiento electoral. Habría que hacerlo con la máxima precisión para garantizar la seguridad jurídica al máximo en una cuestión esencial para el funcionamiento del sistema democrático. En todo caso, la mera declaración del estado de alarma no sería motivo suficiente; debería tratarse de una alarma provocada por causas que impiden el normal desarrollo de las elecciones, como es una epidemia. Y la segunda, determinar la autoridad competente para decretar el aplazamiento, ya sea el presidente que las convocó o la Junta Electoral Central. El ejercicio de esa facultad sería controlable en ambos casos por la jurisdicción contencioso-administrativa.
Mientras la reforma de la Loreg no se lleve a cabo es constitucionalmente admisible que un presidente autonómico-por necesidad y fuerza mayor-ejerza esa facultad, pero siempre que lo fundamente y justifique en alguno de los estados de crisis previstos en el artículo 116 de la Constitución.