Carlos Martínez Gorriarán-Vozpópuli

La rana constitucional se sigue cociendo lentamente a baja temperatura en lo que bien podría llamarse “estado de excepción para la oposición”. El último aumento de temperatura es la invasión de jurisdicción del Tribunal Supremo por el Tribunal Constitucional en los recursos de amparo de Alberto Rodríguez y Arnaldo Otegi. Los dos recursos tienen en común que los protagonistas son partidarios de la violencia política y, en el caso de Otegi, condenado por terrorismo; sobre todo, ambos son socios de Sánchez. El Constitucional de Conde-Pumpido, en su mal disimulada usurpación de poderes judiciales y en el ya viejo papel de Tercera Cámara no elegida por nadie, ha propinado otro golpe al poder judicial y mostrado que los enemigos del sanchismo deben perder toda esperanza de justicia: no somos libres ni iguales.

Deberíamos, por ejemplo, preparar manifestaciones no para quejarnos de Sánchez, sino de apoyo al poder judicial y para exigir un verdadero Estado de derecho

Pese a las protestas de asociaciones y órganos del poder judicial, el desmantelamiento de la división de poderes sigue adelante. El Gobierno está decidido a llegar hasta donde sea necesario y mantiene la iniciativa mientras la oposición, tanto la de Feijóo como la de Abascal, no está a la altura del desafío, enfrascado uno en improvisar sin querer creer del todo lo que está pasando, y el otro en sus problemas de partido y el folklore de la calle Ferraz, que por divertido que resulte a veces no sustituye a la batalla en las instituciones ni a la auténtica movilización civil. Deberíamos, por ejemplo, preparar manifestaciones no para quejarnos de Sánchez, sino de apoyo al poder judicial y para exigir un verdadero Estado de derecho.

Para comprender la cuestión de fondo, que no es otra que la supresión gradual del Estado de derecho, sustituido por una tiranía de partidos al estilo de los años treinta del siglo pasado (cada vez hay más paralelos con aquella época trágica y siniestra), conviene reparar en dos ingredientes esenciales para el hervido de rana en marcha. Una es la técnica leninista de asalto del poder, que resumí brevemente en este artículo sobre Lenin y el partido profesional totalitario, y otro la teoría del estado de excepción de Carl Schmitt, el jurista del III Reich (redescubierto con alborozo por comunistas y populistas varios).

Parémonos un momento en este último instrumento de supresión del Estado de derecho: el estado de excepción como vía para eliminar la oposición al poder político e imponer el Estado total y antiliberal. Según Schmitt, el objetivo de la auténtica política es imponer la soberanía por encima del derecho, como proclama su famosa definición de soberanía: “Soberano es quien decide sobre el estado de excepción”, “soberanía es poder supremo y originario de mandar”.

Cuando caiga, que todo llegará, esa ley deberá ser declarada nula y sin efectos, y sus beneficiarios volver a la situación procesal anterior, sean Puigdemont, los Pujol y demás golpistas

El lector no debe imaginar el estado de excepción como algo provisional, según establecen las constituciones democráticas para casos de extrema emergencia. Véalo como Carl Schmitt: el estado de excepción es el ejercicio normal del poder para eliminar la oposición o neutralizarla. La oposición es el enemigo, y entiéndase que la designación del enemigo tampoco depende de éste, pues es una decisión de pura soberanía; el ejemplo acabado es designar a los judíos como enemigo por parte del antisemitismo (de nuevo en pleno auge), o la burguesía para el leninismo. Es indiferente si el enemigo colabora, trata de reconciliarse o niega serlo. Una vez designado, se trata de irle arrebatando toda posibilidad de acción a través no solo de la violencia desnuda (como hace el terrorismo), sino del vaciado del Estado de derecho con unas pocas decisiones legislativas estratégicas. Por ejemplo, la Ley de Amnistía en tramitación.

¿Hechos jurídicos consumados?

La invasión de competencias y jurisdicción del Supremo por parte del Constitucional, que nos tiene acostumbrados a interpretaciones constructivistas que, de hecho, cambian la Constitución (como pasó con el Estatuto de Cataluña) por la vía de hechos jurídicos consumados, es indudablemente un asalto a la división de poderes a cargo de juristas nombrados al efecto por partidos políticos.

Las decisiones del TC de Conde-Pumpido, valido jurídico de Sánchez, también dibujan la gruesa línea roja que separa amigos del gobierno de enemigos a neutralizar, y es la principal baza de la Ley de Amnistía. Por eso las esperanzas están puestas no en ese órgano que ha optado por ser brazo antijudicial y anticonstitucional del gobierno, sino en las instituciones europeas. Pero no olvidemos que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea no tiene la potestad de hacer leyes para España y vigilar su cumplimiento, solo la de prevenir o anular las que contradigan los Tratados europeos.

Que los juzgados sigan funcionando normalmente para el resto de asuntos solo es parte de la estrategia de hervido lento. La ventaja de este siniestro panorama es que permite anticipar la nulidad de las medidas adoptadas para conseguirlo. Una vez aprobada la inconstitucional Ley de Amnistía, y evaporada la separación de poderes con la invasión jurisdiccional del judicial por el TC, no hay ninguna razón para aceptar que la amnistía -por cierto, ley retroactiva que anula legislación vigente-, quede amparada por el principio de irretroactividad, que en democracia corresponde a las leyes verdaderamente constitucionales.

El precedente argentino

La vigencia de la Ley de Amnistía no debería sobrevivir a la precaria coalición Frankenstein de Sánchez. Cuando caiga, que todo llegará, esa ley deberá ser declarada nula y sin efectos, y sus beneficiarios volver a la situación procesal anterior, sean Puigdemont, los Pujol y demás golpistas y, sobre todo, los terroristas de ETA que esperan tranquilamente el maravilloso desenlace, para ellos, de este golpe a la justicia.

Es lógico y necesario que haya escrúpulos al respecto, pero si aceptamos que la irretroactividad de una ley inconstitucional está por encima del Estado de derecho y de la separación de poderes, entonces la democracia es imposible. Como imposible habría sido actuar contra los delitos imprescriptibles de lesa humanidad cometidos por dictadores y terroristas.

En Argentina, en 1983 fue derogada la autoamnistía de la dictadura militar, llamada Ley de Pacificación Nacional (¿a qué nos suena?) «por inconstitucional e insanablemente nula«. Como resultado, los responsables de las aberraciones contra los derechos humanos fueron al banquillo cuando se creían a salvo, y el general Videla y el almirante Massera condenados a distintas penas. Por fortuna aquí estamos aún lejos de aquel horror absoluto, pero Lenin y Carl Schmitt no pueden salirse con la suya si la libertad y la justicia deben ser posibles en este mundo imperfecto.