IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Un tribunal de garantías sospechoso de criterios prefigurados genera una inquietante sensación de desamparo democrático

Un árbitro parcial puede tomar decisiones justas sin dejar de serlo. El problema es que si concede a favor del mismo equipo varios goles en fuera de juego, el siguiente quedará bajo sospecha aunque sea conforme al reglamento. La ocupación militante del Tribunal Constitucional mediante el desembarco de magistrados que han proclamado su sintonía con Sánchez o han formado parte del Gobierno envuelve sus resoluciones en una comprensible atmósfera de recelo que afecta incluso a aquellas que puedan ser ajustadas a Derecho. Y eso es lo peor que puede ocurrir a un órgano de garantías: que la opinión pública interprete sus sentencias como un correlato automático de la mayoría política. No es la primera vez que sucede pero sí la más repetida. El desaseado método de nombramiento de sus miembros, seleccionados por criterio de disciplina o afinidad sanchista, despoja de facto a las sentencias de objetividad jurídica y prefigura un pernicioso clima de desconfianza social que perjudica su función legítima. El asunto resulta especialmente grave cuando está por medio la convalidación de una polémica amnistía.

Ese proyecto, el más cuestionable y cuestionado de los últimos tiempos, supone una clamorosa desautorización de la autoridad del Supremo, cuyos veredictos están siendo revocados por el TC con una contumacia rayana en el desprecio. El ministro de Justicia, de profesión abogado, se ha permitido asimismo desdeñar el último informe (en contra) de los letrados del Congreso, mientras el abogado de Puigdemont —condenado él mismo por colaboración terrorista— imparte en una radio catalana lecciones de interpretación de las enmiendas redactadas bajo su supervisión para favorecer a los insurrectos. La anomalía legislativa de esta norma está alcanzando proporciones de arbitrariedad clamorosa. No ya por el atropello a la separación de poderes y la igualdad ante la ley sino por la falta de respeto a las formas y la arrogancia arrolladora con que la alianza gubernamental confía en atravesar los filtros de constitucionalidad de manera satisfactoria.

Cunde así entre cada vez más ciudadanos la desagradable sensación de estar ante un partido amañado, un litigio cuyo fallo está cantado de antemano. A tenor de los precedentes resueltos en los últimos meses parece fácilmente predecible el resultado: siete votos contra cuatro. La implacable reiteración de ese rodillo tritura la apariencia de neutralidad y de autonomía de ejercicio por su carácter sistemático. La invalidación práctica del Constitucional como instancia de arbitraje fiable genera un inquietante estado de alarma, de indefensión democrática. Una parte de la sociedad empieza a sentirse inerme ante la colonización doctrinaria de los mecanismos de tutela y salvaguarda. Y el trastorno no reside tanto en una razón legal más o menos fundada, sino en la insoportable pero lógica extensión de la suspicacia.