ARCADI ESPADA-EL MUNDO

EL POPULISMO no podía gobernar, eso pensábamos. Solo era un método para alcanzar el poder. Si lo alcanzaba, se activarían rápida y sólidamente los checks and balances y el gobierno de las naciones seguiría comprometido con la razón. La materialización de esta teoría era la noticia que traía el célebre artículo anónimo que publicó en septiembre el Times: un supuesto alto funcionario tranquilizaba a los ciudadanos asegurándoles que un grupo de adultos llevaba las riendas del ejecutivo y protegía a la nación de la peligrosa puerilidad de Trump. La teoría se desarrolla con amplitud en Miedo: Trump en la Casa Blanca (Roca Editorial). Su autor, Bob Woodward, asegura que un golpe de Estado burocrático, bueno y blanco ha impedido por el momento el apocalipsis. Las dificultades para materializar el Brexit van en la misma dirección: la democracia solo puede legislar sobre lo posible. Pero esta versión ansiolítica del populismo no es la única. Otras detallan efectos indirectos desastrosos. Cómo, por ejemplo, los partidos de filiación racional incluyen en su discurso o en sus prácticas medidas populistas más o menos disfrazadas. Pero lo peor es que la práctica populista ha llegado al gobierno. Y lo más insólito: a las decisiones de gobiernos que aparentemente lo combaten. El caso de Macron y los chalecos amarillos. La democracia no puede negociar con la violencia y Macron negoció y cedió. Y posteriormente humilló a la República con la convocatoria de una suerte de Estados Generales Digitales. Cabe recordar que la última de estas asambleas arrancó el 5 de mayo de 1789, dos meses antes de la toma de la Bastilla. O sea: es la democracia la que sustituye a los Estados Generales y no a la inversa. Pero es que, estrictamente, ya no se trata de la democracia, sino de la demagogia, su principal corrupción. El Diccionario da una esbelta definición de ese estado de la moral pública: «Degeneración de la democracia, consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder».

La última manifestación de la moral pública en España no es la actitud de los taxistas –ça va de soi–, sino del poder democrático ante los taxistas. Estos últimos han desarrollado la habilidad, común a todas las pestes, de apoderarse de la palabra pueblo, difundiendo una versión de los Vtc que haría esperar que cualquier día, dentro de una de estas cucarachas–como los llaman en infalible animalización del enemigo–, fuera una Ana Patricia Botín la que, volviéndose, dijera tienes agua en la puerta. Pueblo es, hoy por hoy, la palabra más odiosa de la política. Y el gravísimo problema de que aparezca tres veces en las 16 palabras con que Lincoln definió la democracia.