Ocho años, siete meses y dos días más tarde, esos pueblos de Pensilvania, de Ohio, de Michigan y de Wisconsin dieron la victoria al hombre que va a aniquilar en sus primeros 100 días en el cargo –y, si es posible, en sus primeras 24 horas– el legado de Barack Obama: Donald Trump.
Obama hizo esas declaraciones en San Francisco, en un evento destinado a recaudar fondos entre el único grupo de donantes que le apoyó desde el primer día que lanzó su candidatura a la Casa Blanca: las empresas de internet y de alta tecnología. Entretanto, fió todo en esos estados a su tirón entre las minorías y la población urbana. Y el martes, la estrategia se vino abajo.
Los datos, aunque sean fragmentarios, son reveladores. Donald Trump arrasó en las áreas rurales, blancas y con población envejecida. Es el mismo tipo de votante que apoyó la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea en junio. Y que es carne de discurso populista. Ya lo había dicho el propio Trump: su victoria será «un Brexit con esteroides». No está claro que esa frase pueda aplicarse a su gestión, por la sencilla razón de que nadie sabe exactamente cuál va a ser ésta, y si va a atreverse a llevar a cabo las medidas proteccionistas, antiinmigración y de ruptura de los tratados comerciales, económicos y de seguridad internacionales que han sido la regla de oro de la política de EEUU desde hace 70 años. Pero sí que está claro que el martes hubo Brexit con esteroides.
Trump ganó con una estrategia comercial clara: se concentró en un mercado maduro y en declive, pero fiel, y no trató de competir en nuevas áreas de negocio. O sea: los blancos con un nivel educativo bajo. Que es, también, un grupo que suele tener una tasa de abstención alta.
Trump, según el New York Times, consiguió el 58% del voto blanco, y el 53% del de las personas de más de 45 años. Alcanzó el 62% de las papeletas en las ciudades pequeñas, una categoría que tiene una definición problemática, aunque suele identificarse como tal a un núcleo urbano de menos de 25.000 habitantes.
El desglose del voto por raza y nivel educativo es todavía más extremo. El 67% de los blancos sin estudios universitarios votaron por él. «Amo a la gente con un nivel educativo bajo», dijo Trump en Nevada, tras ganar las primarias del estado el 24 de febrero. Ahora ya ha quedado claro que es un amor correspondido.
El empresario dejó de lado a los jóvenes, las minorías y las mujeres. Y ésos no se fueron con Hillary, sino que se quedaron en casa. Fue la elección con los dos candidatos de más edad de la Historia de EEUU. Y ganó el mayor, Donald Trump, que a sus 70 años, será el presidente más veterano de la Historia del país.
Trump también captó parte del voto que presuntamente no iba ir por él nunca. Pese a su retórica nacionalista y contraria a la inmigración, Trump logró probablemente una proporción del voto en la comunidad latina mayor que el del republicano Mitt Romney en 2012. Y el empresario también consiguió más votos de personas con nivel de renta y educativo alto de lo esperado. El famoso voto oculto de Trump del que tanto se habló fue en gran medida pobre, pero, en parte, de clase media y alta. Lo que fue es básicamente blanco.
Es una fractura formidable del electorado. Campo contra ciudades, personas de edad contra jóvenes, y blancos contra minorías. Ahora los políticos están tratando de contener esa brecha, que ellos mismos han fomentado en la campaña. Barack Obama se dirigió ayer al país desde la Casa Blanca para pedir unidad. «No somos republicanos, no somos demócratas. Lo primero que somos es estadounidenses, somos patriotas», dijo. Una hora y media antes, la candidata demócrata, Hillary Clinton, había declarado que «Donald Trump va a ser nuestro presidente».
El miércoles de madrugada, en el discurso en el que proclamó su victoria, Trump había marcado el mismo tono: «Y a todos aquellos que no me habéis apoyado en el pasado –y sé que hay unos pocos que no lo han hecho–: me quiero dirigir a vosotros para pediros guía y ayuda, de manera que podamos trabajar juntos y unificar nuestro gran país».
En realidad, son algo más que «unos pocos» los que no han apoyado a Donald Trump. A falta del cierre de los últimos escrutinios del voto, parecía claro que Hillary Clinton pasará a la Historia como el quinto candidato que pierde las elecciones a pesar de haber conseguido más votos que su rival. Al cierre de esta edición, Trump había conseguido aproximadamente el respaldo de 200.000 ciudadanos menos que Clinton. Pero el llamado Colegio Electoral, que es el sistema que aplica EEUU para decidir quién gana las elecciones, favorece, precisamente, a los estados menos poblados y a las zonas rurales. Y en el Colegio Electoral ha dado a Trump una victoria inapelable.
Eso da una tremenda fuerza política a una persona que siempre juega a ganar y que, cuando pierde, simplemente dice que ha ganado. Los líderes republicanos, que no soportan a Trump y que han tratado de torpedear su campaña con tanto o más entusiasmo que los demócratas, se han apresurado a rendir pleitesía al nuevo inquilino de la Casa Blanca. Como declaró ayer el también republicano Paul Ryan, que virtualmente no se habla con Trump, el presidente «acaba de conseguir un mandato».
Poco importa si el mandato es real o no. En política, lo que cuenta es la percepción. Y Trump es un maestro en la gestión de las percepciones. De hecho, ha excedido sus propias expectativas, porque ni su propia campaña pensaba que iba a ganar. Cuando los colegios electorales habían cerrado, fuentes de su campaña confirmaban a este periódico que el candidato iba a perder. Nadie se esperaba este resultado. Ni siquiera el propio Trump. Él mismo lo dejó claro en diciembre de 2015, cuando, en un momento en el que todavía no habían comenzado ni siquiera las Primarias, declaró que nunca había pensado que iba a llegar tan lejos.
Una victoria inapelable que se suma, además, al éxito del Partido Republicano en las elecciones al Congreso, donde conserva la mayoría en las dos Cámaras. Eso allana considerablemente el camino a Trump para poner en marcha su política. Porque los republicanos que se opusieron a él no van a tener el coraje político de presentarle batalla. Trump no ha ganado el voto popular, pero sí las elecciones, y lo ha hecho todo, con la oposición de la práctica totalidad de todas y cada de las instituciones y de los centros de poder económico, político, cultural, e intelectual.
Ahora queda gobernar. Ayer Trump empleó un tono conciliador con los aliados, tras felicitar a Clinton por los años de servicio: «Aunque pondremos América primero, seremos justos. Buscaremos alianzas y no conflictos». Pero Trump no va a detenerse. Va a derogar la reforma sanitaria de Obama, con lo que dejará a 22 millones de personas sin sanidad. Y pondrá en práctica las políticas económicas que llevaron a la crisis de 2008, desde las bajadas de impuestos a las rentas más altas hasta la derogación de la reforma de Wall Street que estableció limitaciones a las empresas financieras.
La otra es una sección de esa ley, que establece la llamada regla de Volcker, una norma que obliga a que las instituciones financieras reguladas operen en el mercado con sus propios recursos, y no con los de sus clientes. Cómo va a beneficiar eso a los pueblos de Pensilvania que votaron por Trump está por ver.