EL PAÍS 16/02/15
FÉLIX OVEJERO
· Como el problema radica en que Cataluña no se siente a gusto en el marco constitucional, la respuesta es ofrecer una España acogedora y atractiva. Pero lo que importa es la igualdad, la libertad y la justicia
Las constituciones modernas, con sus luces y sus sombras, establecen unos procedimientos de decisión colectiva sometidos a la exigencia de respetar un conjunto de derechos. Los procedimientos, de inspiración más o menos democrática, nos permitirían reconocer los problemas colectivos y abordarlos. Los derechos sistematizan principios que garantizarían la calidad normativa de las decisiones. Hay dudas acerca de si los procedimientos de decisión realmente sirven para reconocer y abordar los problemas y, también, acerca de su plena compatibilidad con los principios. En todo caso, incluso cuando se retuercen, los principios democráticos no dejan de honrarse. Quizá no siempre se respetan, pero siempre se invocan.
Entre los principios que acotan las decisiones se incluyen, destacadamente, los de libertad e igualdad. No se puede, por ejemplo, votar el derecho a criticar al Gobierno ni la exclusión de la comunidad política, de la condición de votantes, de una parte de los conciudadanos. Hay algunos principios más, pero no muchos. Incluso algunas constituciones han llegado a mencionar el derecho a la búsqueda de la felicidad, que no es lo mismo, conviene a advertir, que el derecho a la felicidad.
Lo que no había hasta ahora era el principio de comodidad. Un principio puesto en circulación por los nacionalistas y que, como es costumbre —sin que por ello deje de asombrarnos—, ha comprado la izquierda, incluido Podemos, a la hora de defender los fueros. La apelación a la comodidad ha permeado la retórica política hasta convertirse en el guion básico con el que abordar el llamado problema territorial. Aparece en el diagnóstico y en la solución: el problema radica en que Cataluña no se siente cómoda en el marco constitucional y la respuesta consiste en ofrecer una España acogedora y atractiva, resultona.
He consultado a amigos constitucionalistas y, hasta donde alcanzan sus conocimientos, que es mucho, me han confirmado lo que sospechaba: excluidos los teóricos de la república de Ikea, ningún clásico del constitucionalismo ha desarrollado el principio de comodidad. Quizá, cabría celebrar, los españoles estamos en vanguardia. No descarto esa posibilidad, pero, de momento, me inclino a pensar que si el principio no ha prosperado es por su falta de calidad. El problema, desde luego, no es de falta de concreción. De hecho, es muy fácil conseguir que los catalanes nos sintamos cómodos, incluso los que no nos sentimos cómodos en la atosigante Cataluña nacionalista. Bastaría con atender a la conocida aspiración expresada en 1918 por Francesc Pujols, en Concepte General de la Ciència Catalana: “Llegará un día en que los catalanes, por el simple hecho de serlo, iremos por el mundo y lo tendremos todo pagado”.
· A los fundamentalistas islámicos les disgusta la libertad de prensa y a los ricos, pagar impuestos
Si juzgamos una extravagancia la “solución Pujols” es porque las consideraciones de comodidad están subordinadas a lo que realmente importa: la igualdad, la libertad y, al final, la justicia. Las leyes aspiran a asegurar un trato justo a los ciudadanos. Algo que, con frecuencia, produce incomodidades. A los ricos les irritan los impuestos, la libertad de prensa disgusta a los fundamentalistas islámicos y el matrimonio homosexual pone de los nervios a los homófobos. Es su problema. En realidad, su incomodidad es un síntoma de buen funcionamiento institucional. Hasta se podría establecer una suerte de ley: cuanto más justas son las leyes, más disgustan a poderosos y reaccionarios. Lo que importa, lo susceptible de ser discutido, es el trato justo: la vara de medir de la buena política. Las reclamaciones justas han de ser atendidas y las otras se discuten y combaten políticamente, produzcan incomodidades o no. En eso consiste la calidad democrática de una sociedad.
Una versión desarrollada del principio de comodidad asoma en ciertas defensas de la llamada —y jamás precisada, porque no puede precisarse— tercera vía. Según éstas, el Gobierno ha errado en su estrategia porque, a la política “ilusionante” de los independentistas, solo contrapone amenazas y predicciones apocalípticas, la política del miedo. Al futuro país de ensueño (un país sin paro, sin corrupción, sin listas de espera, con helados para los niños, sin ejército, donde solo los besos nos tapen la boca, por citar la publicidad callejera del 9-N) de los independentistas, los críticos opondrían un mundo sombrío: fuera de Europa, sin mercados ni ayudas, con los ahorros fundidos, sin aeropuertos internacionales, con deudas en euros y una moneda devaluada o sin acceso a BCE, etcétera. Los partidarios de la tercera vía aspirarían a superar ese dilema mediante una variante del principio de comodidad: España tendría la obligación política de ilusionar y seducir, de resultar atractiva.
Me temo que, una vez más, la tercera vía sustituye los buenos análisis por los buenos deseos. Se podrá salvar el alma pero a riesgo de complicarnos la vida, que es lo que sucede cuando se eluden los retos. Y es que, para bien o para mal, no cabe escapar al dilema que los terceristas pretenden superar y, por eso mismo, la propuesta “ilusionante” se revela un imposible.
El problema es de principio, de la naturaleza misma del dilema. Sencillamente, los contrafácticos, los mundos invocados, por unos y por otros, se sitúan en planos diferentes. El independentismo contrapone lo que hay a lo que puede ser; y lo que puede ser, abandonadas todas las restricciones empíricas, está abierto a cualquier especulación. El secesionismo puede dibujar un mundo de ensueño porque no existe su mundo, la Cataluña independiente. Como saben los amantes, en el territorio novelero de las promesas todo cabe. Por su parte, los antisecesionistas, como las parejas, solo pueden contraponer lo que hay con lo que dejaría de haber, lo que se perdería. Su mundo alternativo solo puede inventariar cosas reales, las que desaparecerían.
Basta con darle la vuelta a la situación para comprobar lo que hay de inevitable en dilema y, por ende, en el papel de cada cual: si Cataluña fuera independiente y se plantease su unión a España, los partidarios de la unión se podrían entregar a la barra libre del fantaseo y a los partidarios del statu quo no les quedaría otra que inventariar las perdidas.
Uno puede prometer, gratis y sin mentir, “independencia para cambiarlo todo”, como las CUP. A los demás, aparte de subrayar la naturaleza reaccionaria del mensaje etnicista sobre el que inevitablemente se levanta la idea de comunidad política que está en la base de su proyecto independentista, y asustarnos, porque eso, por imprescindible intelectualmente, sí que es inexorable y real, no nos queda más recordar que ese programa supone, para empezar, perder cosas importantes, como la idea de ciudadanía heredera de la Revolución Francesa y, para seguir, nuestra condición de ciudadanos comunitarios.
Es mejor no engañarse: el secesionismo tiene el monopolio de las ilusiones. Como los curas, puede prometer el cielo, sabedor de que no hay modo de tasar la verdad de la gloria eterna. Aunque sí su probabilidad. Ahí se instala el ejercicio de la racionalidad. Y algunas cosas, en cuestión de probabilidades, resultan bastante firmes. La más rotunda: al morir uno pierde la vida. Todo lo demás, incierto. El modesto realismo de recordar lo que nos jugamos, la certeza de las pérdidas. Reconocer la naturaleza desigual de esa disputa y su conclusión indeclinable, que lo único seguro es lo que dejará de ser, no quiere decir que no podamos evaluar el realismo de las promesas o de los proyectos. Lo que deja pocas dudas es lo que se pierde. Lo otro, a lo sumo, un “si acaso”.