Nadie sabe hasta qué punto el fanatismo que aún despiertan las religiones puede transformar el despertar en el norte de África. Durante los 30 años de Mubarak, los Hermanos Musulmanes no han tenido rol político claro, pero han modelado la cultura de la población con el consentimiento de la dictadura.
El norte de África, adormecido hasta ahora por dictadores, despierta. Es una buena noticia si, como sería deseable, el proceso iniciado en Túnez y en Egipto desemboca en elecciones limpias y en la instauración de una democracia justa. Quién sabe. Un proceso democrático dejaría atrás muchos estereotipos que rodean hoy al mundo árabe, cuya fascinante cultura, diversa y variopinta, apenas conocemos los occidentales.
Tanto Túnez como Egipto disponen de un paisaje social, con activas minorías modernizadoras, que permite la esperanza, pero es indudable que el mundo árabe, en general, está marcado en este momento por una imagen que hace de la religión islámica un instrumento político. Nadie puede saber hoy hasta qué punto el fanatismo que aún despiertan las religiones puede influir y transformar ese esperanzador despertar. Cuentan las crónicas que los muy radicales Hermanos Musulmanes, islamistas de importante poder social en Egipto, tienen un perfil relativamente bajo en los acontecimientos de estos días. Nada impide que, a medio plazo, su papel sea mucho más relevante.
Durante los 30 años de Mubarak, régimen/secuela del ‘nasserismo’, los Hermanos Musulmanes no han tenido rol político claro, pero, en cambio, han podido modelar la cultura de la población con el consentimiento tácito de la dictadura. Visité Egipto en 1976 y encontré un país atrasado y primitivo, pero profundamente laico, espontáneo y amable en su acogida a los europeos, que no eran vistos como enemigos. Volví en 1996 y percibí un ambiente de distancia, si no de animosidad, hacia lo occidental que no existía veinte años antes. Las mujeres que antes iban descubiertas ahora tapaban sus cabezas y muchas también su cara incluso en El Cairo, en cambio, más hombres vestían a la manera occidental.
Algo había cambiado en esos veinte años y un seguimiento posterior lo confirma: la identidad árabe de los egipcios no puede ser identificada, de ningún modo, con el islamismo, pero esa tendencia tampoco ser ignorada. El contexto geoestratégico no favorece precisamente la moderación y los países occidentales han sido los primeros en estereotipar como modelo único de lo árabe el radicalismo islámico. El despertar de tunecinos y egipcios -los primeros de una amplia cadena- debería desmontar esos estereotipos y mostrar al mundo la diversidad y pluralidad cultural de lo árabe y su capacidad de convivencia. Lo contrario serían pésimas noticias, también para nosotros.
Margarita Rivière, EL CORREO, 18/2/2011