JAVIER TAJADURA TEJADA-EL CORREO

  • Nos encontramos ante el enésimo ejemplo de colonización partidista de una institución, el Constitucional. En su renovación, el reparto sustituye al consenso

La Comisión de Nombramientos del Congreso avaló la pasada semana las candidaturas de los cuatro nuevos magistrados del Tribunal Constitucional pactados por el Gobierno y el Partido Popular. El acuerdo es el resultado de unas negociaciones al más alto nivel entre el ministro Félix Bolaños y el secretario general del PP, Teodoro García Egea. Ambos se han felicitado por el compromiso y subrayado que con estas designaciones se «despolitiza» el tribunal. Una afirmación que resulta muy difícil de comprender visto que los cuatro aspirantes tienen un perfil ideológico y unas afinidades políticas bastante marcadas. Es cierto que ninguno de ellos ha sido ministro o parlamentario, pero la «despolitización» exige algo más. Requiere que se busquen personas que, que además de su prestigio y excelencia profesional, ofrezcan una indiscutible apariencia de independencia política. Esta imagen de imparcialidad absoluta es indispensable para el correcto funcionamiento de la corte de garantías y, en definitiva, para su credibilidad.

El Constitucional es ante todo un tribunal de Derecho, un órgano jurisdiccional independiente, pero también un órgano político-constitucional del Estado. Tiene una función política: la defensa de la Constitución. Pero esa tarea la lleva a cabo con argumentos jurídicos, con razonamientos técnicos y objetivos, y dejando de lado las consideraciones de oportunidad política. Por ello, la neutralidad política de los magistrados resulta imprescindible para el correcto ejercicio de su función.

Desde esta óptica, la Constitución dispone un procedimiento para el nombramiento de los magistrados ideado para garantizar esa neutralidad (artículo 159). De los doce jueces, cuatro deben ser nombrados por el Congreso. Estos son los que ahora se renuevan. Para impedir que un partido nombre a personas afines y evitar cualquier dependencia de los magistrados respecto de los formaciones que los nombran, la Constitución prevé dos garantías. La primera, que su mandato será de nueve años, un plazo muy superior al máximo de cuatro que dura una legislatura. La segunda, y esta es crucial, la exigencia de una mayoría cualificada de tres quintos de los diputados (210 de 350). Ningún partido puede así nombrar a los magistrados que quiera. Solo aquellos juristas que susciten un amplio consenso puedan acceder al Alto Tribunal. Se persigue que los elegidos, además de excelencia profesional, acrediten una neutralidad e independencia que los haga acreedores de la confianza de la inmensa mayoría de la Cámara.

Este procedimiento se ha respetado formalmente, pero ha sido groseramente incumplido desde un punto de vista material. Los cuatro seleccionados no suscitan el consenso de la Cámara. El consenso se ha sustituido por el reparto. El Gobierno ha seleccionado a dos y el PP a otros dos. No son cuatro candidatos de consenso, sino dos de cada bando negociador. Y, respecto a la excelencia profesional, tres de los cuatro son miembros del Poder Judicial, pero no magistrados del Supremo. Esto quiere decir que jueces que no tienen la categoría de magistrados del Supremo van a formar parte de un órgano (el Constitucional) que puede revisar las decisiones del Supremo. Ahora bien, esos tres jueces fueron antes vocales del CGPJ a propuesta de los distintos partidos. Una de ellas está recusada en ciertos procesos de corrupción por su proximidad al PP. ¿Es esto despolitización? ¿No hay jueces en el Supremo con mayores méritos y que ofrecen una imagen de independencia muy superior? Es evidente que los hay. Un ejemplo: el magistrado Manuel Marchena une a su excelencia profesional su completa independencia respecto a los partidos, independencia que le llevó a renunciar a ser nombrado presidente del Supremo como resultado de estas maquinaciones. Este es el tipo de perfil en el que pensó el constituyente.

En definitiva, nos encontramos ante el enésimo ejemplo de colonización partidista de una institución, el Constitucional, que debería permanecer ajena a la lógica del Estado de partidos. Y no provoca ningún escándalo. Lo tenemos asumido. Como hemos asumido que, más pronto que tarde, los negociadores plenipotenciarios del PP y del PSOE acabarán repartiéndose también las vocalías del Consejo General del Poder Judicial. Y designando ellos mismos a la más alta autoridad judicial del Estado, la presidencia del Tribunal Supremo (y del CGPJ). La erosión del principio de división de poderes no parece pasar factura a los partidos.

Hechos como este ponen de manifiesto que, como ha denunciado Emilio Gentile -el gran historiador del fascismo-, a día de hoy «no son los fascistas, reales o presuntos, el peligro real para nuestras democracias, sino los demócratas sin ideales democráticos». El ideal democrático requiere que todo poder -incluido el legislativo- sea controlado, y lo sea por órganos contramayoritarios y no partidistas.