Gari Durán-El Español
Ridícula, una astracanada, un esperpento, una burla, grotesca. Si hasta a Tamara Falcó se le preguntó y tardó lo que le dura un parpadeo en decir que era un teatrillo (o algo así).
Y yo, qué quieren que les diga, cuando la opinión sobre algo es tan unánime y los términos tan similares, tiendo a desconfiar. A ponerme en la otra orilla y ver y escuchar hasta hacerme con un criterio que sea el mío y no el de la manada (con perdón).
Una moción de censura ¿necesaria? Si por mí fuera, más que necesaria.
Si semana tras semana, con alguna interrupción porque se impone la política internacional, vengo denunciando el ataque sistemático que se ejecuta desde el Consejo de Ministros contra los fundamentos del Estado de derecho, los pilares de la democracia y la igualdad de todos los españoles.
Si no hay semana que no tenga motivo para la denuncia, si se me amontona el trabajo. Si cuando estoy mencionando la última tropelía del Gobierno ya me ha caducado porque hay otra en marcha.
Y, sobre todo, si (esté equivocada o no) creo realmente en la gravedad de lo que expongo, y no lo hago guiándome por ningún interés espurio, ¿cómo puede parecerme innecesaria una medida que lo pone todo en evidencia y que, al fin y al cabo, prevé la Constitución?
🔴DIRECTO | Tamames: «Tendrán que cambiar los tiempos, no podemos estar aquí una hora y pico escuchando a una persona informándonos de cosas sobre las que nadie le ha preguntado» pic.twitter.com/r6zGbLPDuU
— EL ESPAÑOL (@elespanolcom) March 21, 2023
Distinto sería que llevada por la convicción del peligro de todo lo que está sucediendo, hiciese una llamada a tomar la calle, quemar contenedores o rodear el Congreso. Pero no, porque no soy de izquierdas, y mi indignación y mi alarma las circunscribo a lo que es legal y no hace daño a nadie.
Los argumentos previos: «ahora no toca». «La moción dará oxígeno al Gobierno». «La moción beneficiará a este, a aquel, al de más allá».
¿A mí qué me importa?
Que harta estoy de la política de vuelo gallináceo, de que las opiniones de las tertulias (en las que yo también participo y por eso sé lo que valen) se conviertan en verdades de fe. De que sea la táctica y no la estrategia (y menos el bien común) lo que mueva a los partidos y que la opinión se construya a golpe de zasca del propio al ajeno repetida hasta el infinito en redes, o con mentiras que viajan impunes por los conductos propios. Porque a los de los otros uno ni se asoma.
Si tiene más razón el que más grita y la verdad gubernamental se construye cada día para borrarse al siguiente. Si la farsa vive instalada en el Congreso y asomarse a sus debates sólo da motivos para el desánimo. Y si el control al Gobierno se ha convertido en un impune «manzanas traigo», no he podido más que preguntarme «¿por qué no?».
¿Ridícula? ¿Farsa? ¿Acaso no lo son cada una de las sesiones de las Cortes? ¿Acaso no hace tiempo que se han convertido en un decadente espectáculo? ¿Acaso los parlamentarios actuales no son, en su mayoría, y empezando por Pedro Sánchez, poco menos que monologuistas sin talento?
¿A qué entonces ese consenso en ponerse estupendos por lo que pudiera ocurrir en el Congreso?
Y una vez ya superada la moción, no me detendré en los detalles, ni en los beneficiados o los perjudicados (al fin y al cabo, el análisis va por barrios y el resultado, por hinchadas).
Tampoco en los chascarrillos de los que se lleva una semana hablando.
Me quedo con el estupor y las maneras de un hombre, Ramón Tamames, al que se ha ridiculizado de todos los modos posibles por su edad, y que pareció recién llegado de un Congreso de los Diputados en el que lo más fuerte que se había oído era el «tahúr del Misisipi» de Alfonso Guerra contra Adolfo Suárez. Un Congreso en el que la mayoría de sus señorías merecían tal nombre.
Un hemiciclo que, por momentos, era una prolongación del programa de televisión La clave y en el que, aunque sólo fuera por decoro o por vergüenza, no se hacía gala ni se presumía de indigencia intelectual.
Así que creo que sí. La moción de censura fue un esperpento, pero al modo de Valle Inclán y de sus espejos del Callejón del Gato. Porque, acostumbrados a la vocinglera mediocridad de nuestros parlamentarios, hemos necesitado que un hombre llegado del pasado les enfrentase a su verdadera imagen y de paso nos recordase que nos merecemos algo más de nuestros representantes.