JON JUARISTI-ABC

  • La democracia ni se crea ni se destruye. Solamente se transforma en sus opuestos

Conviene recordar que en el presente año, dentro de nueve meses, se cumplirá un siglo desde el golpe de Estado del capitán general de Cataluña, don Miguel Primo de Rivera y Orbaneja, que instauró una dictadura militar en España. Tal régimen de excepción duró poco más de seis años, no consiguió salvar la monarquía y terminó en medio de una espantosa crisis mundial que empalmaría con la II República española, el nazismo y el hundimiento de las democracias europeas.

Hoy se suele definir la dictadura de Primo de Rivera como un caso de ‘bonapartismo’. Se trataría, en efecto, de una suspensión de las formas democráticas parlamentarias y su sustitución por un autoritarismo de corte castrense. La izquierda siempre ha calificado al general Primo de Rivera de fascista. No lo fue. Probablemente, como la mayoría de los jefes militares alfonsinos, tenía más de liberal que de otra cosa, pero era, sin duda, un liberal reñido con la democracia.

El bonapartismo no gusta a los devotos del parlamentarismo, ni a los de izquierdas ni a los de derechas, pero entusiasma a los autoritarios de ambos bandos, que lo ven como la posibilidad de preservar un contrato social desprovisto de su enojoso aspecto deliberativo. Stendhal ya advirtió que en su primera edición europea, bajo su epónimo, Napoleón I, se mantuvo estrictamente la legalidad republicana bajo las formas del despotismo monárquico pero sin la arbitrariedad de los reyes absolutos. De hecho, eso fue lo que atrajo a tanto ilustrado español al bando de José Bonaparte: la esperanza de contar en España con algo parecido al bonapartismo original.

El bonapartismo surge cuando la democracia deliberativa pierde su atractivo para las fuerzas políticas, arrastradas hacia posiciones antagónicas, revolucionarias o contrarrevolucionarias. En tales situaciones, ambos bandos pueden seguir utilizando el lenguaje de la democracia deliberativa, o más bien, como sostenía Pasolini, lo que la «burguesía burocrática» o la burocracia a secas entiende por tal (a propósito de Pasolini y de su admirado Stendhal, creo que los grandes novelistas han entendido mejor los juegos del poder y la guerra que los historiadores y los políticos). Pero tal neolengua designa ya cosas muy diferentes y hasta opuestas a sus referencias originales. Por ejemplo, para la izquierda actual, y en particular para la que más cerca tenemos, ‘democracia’ no significa ya ‘democracia deliberativa’ sino «socialismo» o, cada vez más extensamente, ‘comunismo’. No hay que sorprenderse de que el término ‘comunismo’ haya desaparecido de la jerga de la izquierda, porque esta ha convertido el termino ‘democracia’ en su sinónimo más eficaz: una marca blanca esgrimida contra la derecha, absorta y entrampada esta en un estupor conceptual que le lleva a confundir democracia con nacionalismo.