Analizano el fracaso del tripartito catalán y el fiasco de la «entrevista» etarra, el partido socialista y el Gobierno pueden llegar a la conclusión de que los juegos de salón que desprecian la realidad (más si ésta se llama ETA) pueden volverse contra sus actores y dar un golpe formidable a un sistema político, el nuestro, que da muestras alarmantes de tambaleo.
VIVIMOS sin duda en un país insólito. Una banda terrorista que cuenta en su haber con más de 850 asesinatos, 3.000 heridos y decenas de miles de atentados fabrica la gran exclusiva del domingo otorgando una especie de entrevista en su periódico oficioso. Y la noticia no es que el «alto el fuego permanente» deba ser entendido como una de las «bases sólidas (secretas) del proceso de paz» a las que sibilinamente acuden Rodríguez Zapatero y sus portavoces cuando aprieta la opinión pública, pues para la banda criminal el «alto el fuego» simplemente culmina la carrera homicida iniciada en 1961, un observatorio en lo alto del camino del terror desde donde otear la buena voluntad de los gobiernos enemigos, es decir, su disposición a rendirse.
Resumir la larguísima declaración de los encapuchados es extremadamente fácil, ya que sobra el 90 por ciento de la repelente palabrería de «conflictos», «procesos», «agentes» y «soluciones democráticas» en que llega enmascarada. Medio folio hubiera bastado, quizás una frase. La clave de la perorata radica en esta: «En nuestro diccionario no cabe la palabra frustración». Era de temer. El encapuchado reitera lo que ha dicho siempre: que no se conforma con otra cosa que no sea el reconocimiento discrecional del ejercicio de la autodeterminación en base a la territorialidad, fantasmagoría totalitaria que significa que en su momento votarían no los ciudadanos (qué sarcástico), sino el territorio. Por otra parte, para que ese «proceso democrático» sea viable y se dé en condiciones «democráticas» (para ETA, como para todos los totalitarios, «democracia» es simplemente un adjetivo colgante de cualquier cosa), los estados deben paralizar de inmediato la vigencia del Estado de Derecho, esto es, suspender las actuaciones de la Policía y los jueces, garantizando la impunidad de sus partidarios y activistas. Y la «respuesta popular» de la kale borroka, que por supuesto es algo espontáneo y no cosa suya. Por descontado, la amnistía a los terroristas presos ni se discute: es otra «condición democrática». Y al final de ese proceso prefabricado, sancionado en la «mesa de resolución», ETA negociará con el Estado cómo respetará éste esa decisión predeterminada. Eso es todo.
¿Y si los estados no respetan estas sencillas y razonables peticiones? En tal caso, la banda considerará conculcados los compromisos mínimos aceptables para poner en marcha el proceso -que nunca es «de paz»-, y se considerará liberada de cualquier compromiso suyo de «alto el fuego permanente».
Para el Gobierno, la entrevista es una buena y mala noticia. Buena, porque los terroristas dejan claro que de momento no hay negociación alguna de lo que realmente importa y repiten obsesivamente a lo largo de su perorata: las garantías concretas de que su Euskal Herria independiente saldrá triunfante, naciendo de este proceso aberrante. En este aspecto, la entrevista representa mucho más una amenaza contra la sociedad y el Estado que el comunicado pacificador que esperaban el Gobierno y el PSOE. Y esta es, claro está, la mala noticia. Que el «proceso de paz» vendido con tanta ligereza y precipitación no es tal para los etarras. Y que de seguir así las cosas -con detenciones, Batasuna ilegal, autos judiciales, juicios como el 18/98 o los pendientes a Otegi, declarado intocable-, todo volverá al principio, como en la tregua de 1998.
Las insultantes declaraciones -insultantes para la democracia y para la inteligencia-, sean «a título personal» o de aparato, que estos últimos meses han prodigado algunos socialistas, de Gemma Zabaleta a José Blanco pasando por Patxi López, quedan, como era previsible, en el lugar que les corresponde. La ilusión de que ETA iba a desmovilizarse y desaparecer a cambio de una legalización apañada para una Batasuna refundada con la que incluso llegar a gobernar no es más que eso, el sueño de unos ilusos con más pájaros en la cabeza que escrúpulos morales y principios políticos. Considerada la cosa desde el punto de vista de los terroristas, que en este caso todos acordaremos que resulta relevante, no hay en marcha «proceso de paz» alguno, sino simplemente un intento de aprovechar la disposición a la negociación de que hace gala este Gobierno, así como la deriva filonacionalista del PSOE, para obtener sin violencia sus exigencias eternas, esas mismas que no ha logrado asesinando.
Naturalmente, las cosas son mucho más complejas de lo que pretenden dar a entender los encapuchados. Sería absurdo -pero probable, ay- interpretar la exclusiva de «Gara» como una «prueba» de que ETA está ganando y el Gobierno se ha rendido. Es un hecho que ETA sabe que el precio del asesinato político está desorbitado, y que su base política está, o estaba, desmoralizada, apática y en retirada. Pero también saben los terroristas que el consenso político que tanto daño les hizo, expresado en el Pacto por las Libertades, atraviesa horas bajísimas y quizás ya no pueda reeditarse con la fuerza del año 2000. Un cruce de situaciones, en definitiva, que ofrecía ventajas inéditas para ellos si eran capaces de presentar su debilidad como generosidad.
Con todo, quienes están obligados a reflexionar seriamente son nuestros gobernantes. Si el partido socialista y el Gobierno sacan las consecuencias necesarias del fracaso del tripartito catalán y del fiasco de la «entrevista» etarra, llegarán a la conclusión de que los juegos de salón que desprecian la realidad, y más si esa realidad se llama ETA, pueden volverse contra sus actores y dar un golpe formidable a un sistema político, el nuestro, que realmente da muestras alarmantes de tambaleo. Pero no como resultado de la lucha heroica de la «izquierda abertzale», como proclaman fatuamente los encapuchados, sino por las malas cualidades de la clase política encargada de defenderlo y gestionarlo. Aunque, en fin, habrá que esperar las valoraciones imaginativas: seguro que alguno nos sorprende encontrando algún remoto signo de buena voluntad de la banda. El tono de la capucha, quizá. Porque ya puestos en el buen camino, ¿cómo tolerar que la realidad estropee una previsión triunfalista?
(Carlos Martínez Gorriarán es profesor de Filosofia de la Universidad del País Vasco)
Carlos Martínez Gorriarán, ABC, 15/5/2006