ANTONIO ELORZA, EL CORREO 08/04/13
· A ningún sujeto colectivo le gusta que su imagen sea empañada por la exposición de pretéritos crímenes o violaciones de derechos humanos.
En un paisaje idílico de las afueras de Bruselas se alza el Museo Real de África Central, fundado hace más de un siglo, en 1908, con el propósito de presentar aspectos singulares y atractivos, siempre exóticos, de la colonia personal establecida en el Congo por su rey Leopoldo II. Con el clásico pretexto de llevar la civilización a los salvajes, y el humanitario de protegerles de los árabes cazadores de esclavos, Leopoldo II dirigió personalmente un colonialismo de depredación, un orden de esclavitud generalizada con incontables muertos y torturados que sembró los gérmenes del desastre en que vivió luego el Congo hasta hoy. El museo rehúye encarar el prolongado crimen contra la humanidad cometido. Persiste en cambio el icono de su justificación ideológica: la estatua de un soldado belga que se interpone con su fusil entre el alfanje de un árabe y una indefensa nativa con un niño en sus brazos. Está prohibido fotografiar.
A ningún sujeto colectivo le gusta que su imagen sea empañada por la exposición de pretéritos crímenes o violaciones de derechos humanos. La izquierda abertzale no es en este sentido un caso único en la historia europea, aun cuando la compañía de tantos personajes y organizaciones impresentables no le sirve en modo alguno de coartada. Porque siempre cerrar los ojos sobre el propio pasado tiene un alto coste. En los casos más flagrantes de memoria falseada, como en la negación del genocidio armenio por Turquía o por Rusia del genocidio cometido en Ucrania por Stalin en 1932-1933, ese bloqueo de la memoria está asociado y sirve de apoyo a una conciencia política de signo ultranacionalista, susceptible de legitimar ulteriores actuaciones presididas por la violencia. Algo que perfectamente podría suceder entre nosotros.
No es, en consecuencia, inocuo que la izquierda abertzale repintada vuelva a presentarnos la imagen de ETA como una expresión heroica del patriotismo que con su lucha armada impidió, como el soldado belga, el aplastamiento de la sociedad vasca por la opresión española. Solo han pasado dos años desde que al presentar Sortu sus estatutos esa página pareciera encontrarse en situación de ser vuelta definitivamente. Resultaba visible desde las caras del acto de presentación que el núcleo dirigente de Sortu era el mismo que el de Batasuna con Otegi. Pero aun cuando sonasen a puro oportunismo, las palabras que rodeaban al nacimiento del partido parecían diseñar de verdad una nueva etapa. Recuerdo la portada de este diario, el 8 de febrero de 2011: «La izquierda abertzale rechaza, por primera vez en su historia, toda violencia de ETA». Yo mismo escribí en un artículo en ese número que la exigencia de «condena o rechazo del terrorismo» era atendida por cuanto «la toma de postura frente a la violencia de ETA se ha convertido en un problema constituyente». Al mismo tiempo que la izquierda abertzale marcaba «la ruptura con los modelos organizativos y las formas de funcionamiento» del pasado, fijaba como objetivo «la definitiva y total desaparición de cualquier clase de violencia, en particular la de la organización ETA». Era obvio que si la «superación de toda violencia y terrorismo» era lo deseable, la valoración del terrorismo de ETA no podía ser positiva. La voluntad de distanciamiento era en las formas inequívoca.
Poco después, ilegalizada Sortu, la solución B, Bildu, permitió el ingreso de la izquierda abertzale en la vida política legal sin tantas concesiones, y desde entonces pasó a primer plano la prioridad de la tesis de que todas fueron víctimas por igual, pero que hubo unas víctimas más iguales que otras, hacia atrás por su patriotismo y en el presente por su condición injusta de presos. La asociación entre ETA y terrorismo se desvaneció, e incluso la palabra terrorismo, para el bando patriótico, perdió toda vigencia. Las concesiones al reconocimiento humanitario de las otras víctimas llegaron con cuentagotas y siempre acompañadas de su inclusión en el café para todos.
Ahora, con Sortu ya en la legalidad, todo indica que ha llegado el momento de quitarse definitivamente la máscara. Laura Mintegi desempolvó el viejo argumento batasuno sobre los atentados de ETA, al evaluar el que costó la vida a Fernando Buesa y a su escolta: la muerte del socialista tuvo «un origen político» y se hubiera evitado de existir un «diálogo». Es decir, el terrorismo se inscribe en el marco normal de la política, cuando una organización como ETA ve rechazada su exigencia de negociación (‘diálogo’). No se trata de un desliz habitual en las declaraciones políticas, sino de un paso decisivo en la legitimación de ETA, lejos del rechazo auroral de Sortu.
La asamblea de Sortu, convertida en homenaje a López Peña, confirma esa impresión, de paso con Zabaleta reintegrado a la casa del padre. Si Buesa era un muerto de origen político, ahora para Barrena ‘Thierry’ es víctima de la injusticia que sufren los etarras encarcelados, «presos por motivos políticos», «presos de conciencia», «que han luchado por sus convicciones», ratificó Zabaleta. Resulta al parecer irrelevante que tales convicciones incluyeran el crimen como medio de acción. La muerte vuelve a ser protagonista simbólica de la política, con el añadido chavista de que la cárcel causó el derrame cerebral. El cartel distribuido por Sortu nos devolvía a felices tiempos pretéritos, al ensalzar a uno de los terroristas de ETA más empecinados: «Asesinato político en la cárcel». Otra vez el enlace entre difamación y exculpación total de ETA; del terror queda solo la vocación patriótica, y los comportamientos se justifican por la actitud de los Estados español y francés. ¡Falta ‘diálogo’!
No se trata de una apología, sino de una justificación retrospectiva en toda regla del terrrorismo. A la vista del comunicado de ETA, son indicios claros de que estamos de nuevo en un tiempo de natación sincronizada.
ANTONIO ELORZA, EL CORREO 08/04/13