MARTÍN ALONSO ZARRA Doctor en Ciencias Políticas
Tenemos más muertos que nadie», dice un personaje de ‘La neige et les chiens’, una novela en la que Vidosav Stevanovic caricaturiza la visión de sus compatriotas serbios en los años de la destrucción de Yugoslavia. Tener más muertos que nadie fue el combustible victimista de la Gran Serbia. Observamos, con los mutatis mutandis de rigor, en las instancias públicas y privadas de la memoria vasca una especie de obsesión por acumular informes para construir ese mapa borgiano del sufrimiento que contenga ‘todas’ las conculcaciones de los derechos humanos. Tanto cuentan los atentados de ETA como los ataques a bienes inmuebles, según el informe ‘Hacia una memoria compartida’, de Argituz/Baketik. Tanto valen los 202 casos de torturas comprobadas como el resto para llegar a los 4.113 de un informe de la Secretaría de Paz y Convivencia. Tanto monta la muerte diseñada de Gregorio Ordóñez, Fernando Buesa o Andrés Samperio como la de un accidente de tráfico. La obsesión numérica remite a varios registros. Uno se dirige a desdibujar el perfil de las víctimas de ETA en el agujero negro de las múltiples desgracias humanas; otro, menos explícito, a poner los números en sintonía con la banda sonora del imaginario nacionalista –el pueblo vasco como víctima; la tesis del conflicto que anula a las víctimas reales porque son una impugnación del título de víctima nacional–; un tercero, orden psicológico, remite a la tentativa de torcer el brazo a la realidad para regatear la disonancia cognitiva (el negacionismo). Veámoslos. El recurso a las cifras, una suerte de paralogismo del número y de la primacía de lo cuantitativo, tiene dos objetivos. El material no es otro que la indiferenciación: si hay tantas víctimas hay muchos culpables y donde todos somos culpables nadie lo es, como señaló Arendt. El político-moral es más determinante porque es lo que las cifras nublan: el significado de las víctimas. Las víctimas de ETA no fueron, la mayoría, indiscriminadas. Hacía falta construir a los enemigos antes de liquidarlos (ETA, mátalos; Faxistak kanpora). En democracia, solo los asesinatos de ETA responden a la lógica de un credo político. No hay solución de continuidad entre el programa (la letra) y el destino de los empalados en las dianas. Este punto resulta crucial y su preterición por las instancias de la memoria ilustra un déficit conceptual profundo, solo comprensible a la luz de la disonancia cognitiva. Para decirlo una vez más: el problema es semántico (el significado político de las víctimas) no aritmético (la cantidad que se cuelgue a cada categoría de sufrientes). Este déficit está en el origen de un maltrato generalizado del lenguaje. Porque no hubo ninguna guerra no cabía hablar de proceso de paz (no se trató de paz sino de libertad, no de conflicto –mediación– sino de prácticas totalitarias –liquidación–). Puesto que constituían categorías homogéneas no había lugar para posiciones equidistantes: no se puede hacer una media aritmética con la socialización del sufrimiento y un programa político. Por lo mismo, el vocabulario de la convivencia y la reconciliación, la invocación de los artesanos de la paz, denotan una carencia conceptual sustantiva. Sin que esto implique no reconocer a otro tipo de víctimas. El significado de las víctimas define a ETA como una organización criminal con fines políticos, de la familia del fascismo. Pero este significado es incompatible con el imaginario del pueblo oprimido. Es la lucha de las atribuciones. Por eso, desde el abertzalismo radical, buena parte del tradicional y el ‘tercer espacio’ se ha mantenido la tesis del contencioso inmemorial con el Estado o de un problema político que trasciende a ETA. Trasciende y desborda. De aquí la tesis de la Tenemos más muertos que nadie», dice un personaje de ‘La neige et les chiens’, una novela en la que Vidosav Stevanovic caricaturiza la visión de sus compatriotas serbios en los años de la destrucción de Yugoslavia. Tener más muertos que nadie fue el combustible victimista de la Gran Serbia. Observamos, con los mutatis mutandis de rigor, en las instancias públicas y privadas de la memoria vasca una especie de obsesión por acumular informes para construir ese mapa borgiano del sufrimiento que contenga ‘todas’ las conculcaciones de los derechos humanos. Tanto cuentan los atentados de ETA como los ataques a bienes inmuebles, según el informe ‘Hacia una memoria compartida’, de Argituz/Baketik. Tanto valen los 202 casos de torturas comprobadas como el resto para llegar a los 4.113 de un informe de la Secretaría de Paz y Convivencia. Tanto monta la muerte diseñada de Gregorio Ordóñez, Fernando Buesa o Andrés Samperio como la de un accidente de tráfico. La obsesión numérica remite a varios registros. Uno se dirige a desdibujar el perfil de las víctimas de ETA en el agujero negro de las múltiples desgracias humanas; otro, menos explícito, a poner los números en sintonía con la banda sonora del imaginario nacionalista –el pueblo vasco como víctima; la tesis del conflicto que anula a las víctimas reales porque son una impugnación del título de víctima nacional–; un tercero, orden psicológico, remite a la tentativa de torcer el brazo a la realidad para regatear la disonancia cognitiva (el negacionismo). Veámoslos. El recurso a las cifras, una suerte de paralogismo del número y de la primacía de lo cuantitativo, tiene dos objetivos. El material no es otro que la indiferenciación: si hay tantas víctimas hay muchos culpables y donde todos somos culpables nadie lo es, como señaló Arendt. El político-moral es más determinante porque es lo que las cifras nublan: el significado de las víctimas. Las víctimas de ETA no fueron, la mayoría, indiscriminadas. Hacía falta construir a los enemigos antes de liquidarlos (ETA, mátalos; Faxistak kanpora). En democracia, solo los asesinatos de ETA responden a la lógica de un credo político. No hay solución de continuidad entre el programa (la letra) y el destino de los empalados en las dianas. Este punto resulta crucial y su preterición por las instancias de la memoria ilustra un déficit concepinvencibilidad de ETA explicada por su incardinación en el tejido social. La comunidad discursiva abertza
le viene así perimetrada por el imaginario envolvente del conflicto. En el que a las víctimas no les queda otro papel que el de epifenómenos o rebabas. Disonancia cognitiva: ¿cuál es el papel de la comunidad discursiva ante el legado de ETA?; ¿Cómo sostener la tesis de la invencibilidad y el empate infinito, de un lado, y la de la conducta ejemplar de la sociedad vasca contra la violencia? De una manera tan irrespetuosa con la realidad como el mito de la resistencia en los países ocupados por el nazismo, como recuerda Tony Judt (el síndrome de Vichy). La respuesta defensiva a las dificultades psicológicas de la disonancia ha sido forzar el pulso de la atribución vía expediente del conflicto: descargar el fardo de la conciencia sobre la historia alucinada de un pueblo oprimido, que es en la realidad un pueblo opulento. Hay un momento crucial en el devenir de las comunidades en el que estalla, brutal, la pregunta demoledora: «¿cómo pudo pasarnos?; ¿cómo ha sido posible?». Ese momento indica que se ha cuarteado el tabú negacionista; la caída del caballo rasga la oscuridad del déficit conceptual y nos enfrenta, sin coartadas, a nuestras responsabilidades. No a los números sino a lo que significan. Como escribe J. Sémelin, «para vivir las personas necesitan dar sentido a su vida, para matar también». Importa elucidar el significado de tantas muertes. Para poder seguir viviendo con sentido, con sentido democrático.