JOSÉ MARÍA CARRASCAL, ABC 22/06/13
« Un País Vasco bajo la sombra de una banda terrorista no es precisamente un país democrático, y no vaya a ser que la banda etarra gane batallas después de muerta»
El último que lo ha dicho ha sido el ministro del Interior. «ETA ha sido derrotada». Para añadir: «Pero no habrá impunidad para nadie». Excusatio non petita, accusatio manifesta. Si ETA está derrotada, ¿a qué viene lo de la impunidad, que suena a soga en casa del ahorcado? ¿Es eso lo que está en marcha?
Me duele tener que discrepar de un ministro encargado de la seguridad en un país tan encrespado como el nuestro, pero oírle que la banda terrorista ha sido derrotada me recuerda el plan de un genio en Washington cuando el Vietkong estaba a las puertas de Saigón: declarar al ejército USA ganador de aquella guerra y volver a casa como vencedores. Hasta tal punto se engañan los políticos, incluidos los norteamericanos, que tuvieron que abandonar Saigón colgados de los helicópteros. Puede que algo parecido nos esté ocurriendo a los españoles, con todas las instancias oficiales repitiéndonos «ETA está derrotada», los correveidiles internacionales yendo y viniendo, el obispo que no podía faltar bendiciéndolo, los «exilados» de ETA exigiendo volver a casa, Bolinaga tomando los vinos en su pueblo (suponemos que por receta médica) y el Gobierno vasco cargando a las Fuerzas de Seguridad 94 muertos en su lucha contra el terrorismo, tal vez por considerar que tales fuerzas deben enfrentarse a los terroristas desarmadas. Esta es la verdadera situación en Euskadi. Donde ha llegado la hora de la paz, se nos dice.
Antes de llegar a tan bella conclusión conviene aclarar qué es ETA, aparte de una banda terrorista, no vaya a ser que gane batallas después de muerta: es el sumidero de una sociedad que se disuelve ante el avance de la historia, una tendencia remota, arcaica, antimoderna, irracional, pero con toda la atracción que tiene lo arcaico e irracional en estos tiempos vertiginosos e inciertos.
Que ETA atraviesa un mal momento, no cabe duda. Que ha sido descabezada cien veces, que su retaguardia social se da cuenta de que empieza a ser más un lastre que una ayuda, que la crisis obliga a dar prioridad a la economía, también. Pero no menos es cierto que sigue habiendo etarras sueltos, y mientras haya uno solo con una pistola ETA no estará derrotada, porque a ETA no la representan los etarras en la cárcel, que sólo quieren salir de ella. Esos ya están amortizados. La representan los que tienen las pistolas, que se creen autorizados no sólo a violar la palabra dada o la tregua anunciada, sino también a seguir asesinando para alcanzar sus fines.
Del mismo modo que en 1978 nos enteramos de que ETA no había declarado la guerra al franquismo, sino a España –siendo uno de los mayores errores de la izquierda no admitirlo–, hoy sabemos que esa guerra continúa e incluso se ha ampliado, al incluir entre sus enemigos a cuantos vascos se sienten también españoles. Esto es lo que la banda tiene que abandonar, y hasta que no lo abandone la guerra continúa, no pudiendo por tanto haber paz con ella. Ni ETA ni nadie tiene el privilegio de decidir quién puede vivir en el País Vasco ni quiénes son vascos y quiénes no, como se arroga la banda y ha llevado a la práctica con meticulosidad terrorífica, sin que hayamos oído de ella más que mensajes equívocos y eslóganes propagandísticos. Otra cosa sería que dejara definitivamente la «lucha armada», entregase las armas (¿para qué las necesita si no va a «luchar» más?), dijese dónde están sus zulos y denunciase a aquellos miembros dispuestos a continuar la lucha. Pero de eso no hay el menor indicio. Mientras no lo haga, hay que suponer que sigue convencida de que su lucha por la «libertad de Euskadi» continúa.
La segunda objeción viene de las exigencias de los presos. De entrada, la amnistía es un imposible legal, al rechazarla la Constitución, y una trasgresión ética, al significar que su «lucha armada» había sido legítima. De hecho, exigen que renunciemos a las leyes que nos hemos dado, a los principios más elementales, como es el derecho a defendernos, y les entreguemos Euskadi y sus habitantes a cambio de que hagan algo a lo que están obligados: ajustarse a la norma democrática. En una palabra: la derrota total. Lo primero que tienen que hacer esos presos para obtener clemencia es dejar de proclamarse «prisioneros políticos». No lo son. Son delincuentes comunes, asesinos muchos de ellos, con alevosía en la mayoría de los casos, al atacar a traición a sus víctimas, mujeres y niños incluidos. Su reclamación debilita su pretendido rechazo de la violencia y asunción de la democracia.
El que alguno de ellos haya dicho «me doy cuenta de que haber puesto la libertad de mi pueblo por encima de toda otra consideración era un error» se queda corto por doble motivo: porque su pueblo tiene la libertad desde que la democracia llegó a Eukadi como al resto de España, y porque el derecho a la vida está por encima de todas las consideraciones políticas. Por otra parte, el ordenamiento jurídico-procesal no es un confesionario donde se enumeran los pecados y se recibe la absolución a cambio de unos cuantos padrenuestros. Las penas hay que cumplirlas, no por venganza, sino por justicia, y si no se cumplen se quita a la justicia el brazo con que sostiene la espada. Es verdad que un Estado de Derecho incluye la magnanimidad, pero en casos muy especiales y circunstancias muy precisas, que en este caso no se dan. Y menos, de cumplirse el gran lema de los muñidores: «Una paz sin vencedores ni vencidos». Algo que repugna moralmente, al equiparar víctimas y verdugos. No puede haber paz sin justicia.
A parte de que ni siquiera sería eso. Sería una victoria de los verdugos, que no está tan lejos. Jaleamos la detención de cada etarra, cada descabezamiento de su banda, como si fueran triunfos en la guerra que nos tienen declarada. Sin duda lo son. Pero olvidamos que hemos sufrido importantes retrocesos. El mayor: la entrada de la izquierda
abertzale en las instituciones vascas y navarras. El éxito de Bildu en las elecciones municipales y generales, que le ha permitido disponer legalmente de un importante poder político y de ingentes cantidades de dinero. ¿Para qué van a seguir extorsionando a los empresarios vascos si pueden ya financiarse con el dinero del Estado? Sin haber condenado a ETA. Sin renunciar lo más mínimo a su soberanismo. Multiplicando sus gestos de desobediencia a la normativa constitucional. Alardeando de su desafío al Estado, a las instituciones y a las personas que lo representan. Todo para facilitar su incorporación a la democracia, cuando han demostrado de sobra que sólo quieren gozar de sus ventajas haciendo caso omiso de los deberes que exige.
Hablar en estas condiciones de paz en el País Vasco remite a la sentencia de Tácito: Miseram servitutem falso pacem vocant. Llaman falsamente paz a una miserable esclavitud.
JOSÉ MARÍA CARRASCAL, ABC 22/06/13