Fachadas y reformas

KEPA AULESTIA, EL CORREO 22/06/13

Kepa Aulestia
Kepa Aulestia

· La racionalización de la Administración forma parte más de las obligaciones que de los méritos de los gobernantes.

El Consejo de Ministros de ayer dio impulso político a la reforma de las administraciones públicas. Desgranada a lo largo de esta semana por el Gobierno de Rajoy, constituye un listado de medidas que adquieren categoría programática porque aparecen agrupadas en un plan ómnibus. Aunque podrían haberse aplicado sin tanta alharaca unas y propuesto de manera más cuidadosa otras. Uno de los puntos del programa electoral del PP se hizo ayer realidad. Pero –primera gran paradoja– después de que los populares llevaran adelante toda una cruzada contra el despilfarro público y, en especial, contra la vertiente autonómica del mismo, el presidente Rajoy se despachó el pasado miércoles advirtiendo de que la Administración española no está desorbitada, sino que es mucho más austera que la media de los países del euro. Así decía acabar con el «mito» de una Administración sobredimensionada, cuando nadie más que el PP lo había alentado.

Hasta ayer mismo los dirigentes de dicho partido se habían presentado como destinados a acabar con los entuertos de un pasado que, al parecer, debieron perpetrar otros. Pero –segunda paradoja– despilfarro es el calificativo que merece especialmente la gestión realizada por algunos de los gobiernos autonómicos del PP, por ejemplo en la Comunidad Valenciana o en Baleares. Hasta el punto de que tras ejercer el poder territorial con hábitos impropios de la democracia ahora son los más propicios a deshacerse de funciones o devolver a la Administración central competencias y atribuciones manejadas a manos llenas hasta hace nada. La tercera paradoja es que el partido que lo gobierna casi todo en España se encuentra perplejo en esto de las autonomías, porque ha terminado siendo víctima de su propia campaña de descrédito al convertir las «duplicidades» en el mal absoluto que padecerían las administraciones para acabar bajando el tono de su denuncia.

Las gentes del PP ya no saben si esto de las autonomías es bueno o es malo, conveniente o inadecuado, beneficioso o gravoso. Pero siguen apuntando a que el problema está ahí más que en la Administración central. Aunque nadie ha explicado todavía cómo la radical descentralización experimentada por España en las tres últimas décadas no ha conseguido adelgazar las estructuras ministeriales. Cuestión a la que, por cierto, se refería con preocupación el programa electoral del PP. Ya se sabe que la razón se encuentra siempre más cerca del Estado en cuanto central. La cuarta paradoja es más pedestre, es la que surge de la comparación entre el caché que los dirigentes populares se han puesto a sí mismos, en cuanto a las remuneraciones percibidas durante años, y la depreciación a la que parecen someter al resto de la clase política cuando, por ejemplo, rebajan la importancia de los legislativos autonómicos.

El Gobierno de Rajoy dice haber descubierto que la cosa no estaba tan mal como suponían los dirigentes populares hasta realizar la auditoría sobre el sector público dada a conocer ayer. De ahí que Rajoy negase ideología al empeño por dotar de mayor eficacia y menores costes a las administraciones públicas. La ligereza de la valoración previa resulta incomprensible. Tan incomprensible como el emocionado voluntarismo que el Gobierno ha mostrado miércoles, jueves y viernes. El cambio puede obedecer a alguna de estas tres causas o, probablemente, a las tres a la vez. Uno, el Gobierno se ha percatado de que la demagogia empleada con anterioridad para juzgar el despilfarro público no se sostiene con los datos en la mano. Dos, el Ejecutivo renuncia a desmantelar las tramas de poder que sostienen el propio dominio popular. Tres, el Gobierno no se atreve a reducir más el empleo público, manteniendo la «tasa de reposición cero» mediante el realojo en otras dependencias de las plantillas que pertenezcan a unidades administrativas suprimidas.

Las medidas de racionalización y simplificación del funcionamiento del sector público forman parte más de las obligaciones que de los méritos de los gobernantes. De ahí que extrañe su exultante emoción por el deber cumplido al catalogarlas. Su enunciado promete una Administración más ágil y eficiente, con ahorros para el erario y para los contribuyentes. Pero la dieta estética concebida por el Gobierno no alcanza a ser una reforma de las administraciones públicas. Entre otras razones porque no cabe hablar de reforma en dicho ámbito sin una revisión de la propia función pública. Y, sin embargo, al tiempo que se limita a remozar la fachada de toda la edificación pública, persisten sus cargas contra la cimentación democrática y autonómica de la misma. Aunque Rajoy, Sáenz de Santamaría y Montoro han tenido el detalle de no dar más relevancia a esta parte conflictiva de su propuesta.

La democracia representativa conforma un juego de contrapesos entre poderes e instituciones. El bloque constitucional –Carta Magna, Estatutos y sentencias del TC– establece un Estado autonómico con un marco competencial dado, aún con deficiencias. Nada puede ser inmutable o irrevocable en un sistema de libertades. El Ararteko o el Tribunal de Cuentas vasco podrían dejar de existir. Pero nuestra democracia perdería en calidad al prescindir de instituciones que parecen haber acabado en la misma estantería que los ‘observatorios’. Por su parte, la renuncia ‘de facto’ al ejercicio de una determinada competencia estatutaria dejaría en entredicho el propio hecho autonómico. Qué decir de los parlamentarios autonómicos sobrantes. No sobran muchos más que diputados y senadores.

KEPA AULESTIA, EL CORREO 22/06/13