ETA y la banalidad del mal

EL CORREO 02/01/14
ANTONIO ELORZA

En el comunicado del Día de los Inocentes, los presos de ETA dieron un paso decisivo en cuanto a la resolución definitiva de su problema. No sirven ya mediaciones internacionales, ni exigencias de una negociación política con los Estados español y francés. La apuesta es clara por el recurso a los cauces legales que cada preso etarra esté en condiciones de utilizar para así ir hacia el último objetivo: «La vuelta a casa».

Hay no obstante otro aspecto del texto cuya lectura se ha visto enturbiada por el ‘wishful thinking’ de quienes siempre desean ver algo más en el fondo de las declaraciones del mundo de ETA. Se han sucedido así los titulares según los cuales el comunicado de los presos etarras supone «el reconocimiento del daño causado», asignándolo inequívocamente al sujeto eludido, ETA. Esto sería también un gran paso, solo que las palabras del escrito no lo avalan: «Reconocemos con toda sinceridad el sufrimiento y daño multilateral generado como consecuencia del conflicto». Aquí el reconocimiento, el sufrimiento y el «daño multilateral» diluyen, a pesar del énfasis puesto en la sinceridad, toda la responsabilidad acumulada en medio siglo de acciones criminales de ETA. Es esta responsabilidad la eludida, yendo la misma a recaer sobre la fuente de todos los males, el «conflicto político», cuya naturaleza ya sabemos desde siempre, entre la aspiración vasca a la libertad y la represión de la misma por España.

El comunicado se ajusta de este modo a la línea de encubrimiento de la responsabilidad efectiva que corresponde al terrorismo de ETA en la tragedia vivida por la sociedad vasca (y por el conjunto de los españoles) durante unas décadas de plomo. Una responsabilidad sepultada bajo una capa de eufemismos, el primero de ellos la conversión del ‘terrorismo’ en ‘violencia’. Con la colaboración implícita del PNV, cobra así forma un relato a dos niveles. El subyacente, dirigido a los seguidores de la causa, quienes con la coartada del ‘conflicto’ pueden seguir viendo en los etarras siempre unos héroes, a veces también mártires, en la lucha armada por la independencia. El externo, dirigido al conjunto de la sociedad, que en torno al concepto unificador de ‘sufrimiento’ contempla ese pasado como una dolorosa vivencia compartida por todas las víctimas, frente a la intransigencia de las víctimas españolistas, enemigas de la necesaria ‘reconciliación’, y también frente a la designación de ETA como culpable. Los etarras habrían sido unos jóvenes vascos como otros cualquiera, quienes llevados del patriotismo actuaron como instrumentos de una organización envuelta en la dinámica del Mal generada por ‘el conflicto’.

Por encima de la variación de las circunstancias históricas, el mecanismo de exculpación hace obligada la cita de un famoso antecedente: la elaboración por Hannah Arendt del concepto de ‘banalidad del Mal’, sobre la base del proceso a Adolf Eichmann. Para la discípula de Heidegger, el comportamiento del acusado durante sus sesiones desmentía la imagen tópica del nazi como un monstruo asentado en su paranoia y en su ideología. Eichmann habría sido un tipo de limitado entendimiento, incapaz en sus respuestas de salirse de la condición instrumental que había desempeñado cuando organizó los transportes de judíos a los campos/mataderos. Emblema de tantos mediocres que integraron el aparato burocrático hitleriano, carentes de actitud crítica frente a sus consecuencias criminales.

El esquema interpretativo de Arendt explica el consenso de masas alcanzado por el régimen de Hitler, por encima de sus conocidas atrocidades. Lo mismo cabría decir de tantos vascos que secundaron con entusiasmo las de ETA (el mundo de Bildu) o, en el mejor de los casos, de nacionalistas demócratas que callaron o buscaron disculpas acudiendo al ‘conflicto’. Por los datos que hoy tenemos sobre Eichmann, y por algunos que debió conocer, Arendt erró al minusvalorar su implicación y la de tantos burócratas nazis. Las declaraciones ante el tribunal en Jerusalén constituyen una obra maestra donde Eichmann exhibe una supuesta torpeza para explicar todo aquello que desborda su esfera profesional. Incluso en la conferencia de Wannsee habría sido un simple redactor de actas que se tomó luego un coñac con los jefes. Un Poncio Pilatos. Arendt no le ve antisemita, aun cuando organizara la ‘solución final’ en Hungría en 1944. Solo que Eichmann disipó dudas en una entrevista antes de ser raptado. No fue un instrumento, «pues no era un tonto»; intervino en las decisiones. Y lamentaba que hubiesen sido eliminados menos de los diez millones de judíos posibles. Para desengaño de kantianos despistados, resaltó la centralidad de su labor: «La cuestión judía, en su conjunto, no era más que una cuestión de transportes».

Para explicar el Mal, según Arendt, evitemos «ir a las raíces». El Mal sería un fenómeno de superficie, que surge en determinadas circunstancias, y al cual se adhieren hombres comunes, por ser incapaces de desarrollar un pensamiento crítico frente a la realidad de las cosas. El fenómeno de la adhesión acrítica, descrita por Arendt, encaja perfectamente con la militancia en ETA y la conversión de los ‘patriotas’ en instrumentos del terror/‘violencia’. Solo que quedarse ahí es muy útil para el relato nacionalista, al arrancar del ‘conflicto’ y desviar hacia él toda responsabilidad. Los etarras serían buenos vascos que tras un período de ‘sufrimiento’ colectivo, solo esperan la reconciliación para mostrar su faz democrática. La derrota en la guerra contra el Estado no existe. Autocrítica, ¿para qué?

Bien al contrario, explicar el Mal requiere ir a sus raíces. En nuestro caso, como en el del nazismo, una ideología política fundada sobre el odio, cuya asunción por los militantes llevaba a una praxis de destrucción del otro. Sin esclarecerlo, la reconciliación implica supervivencia larvada del Mal.