EL CORREO 05/10/13
FERNANDO SAVATER
La memoria que cada cual guarda de lo que ha vivido nunca puede ser sustituida por decreto
Cualquiera que oiga desde lejos lo mucho que se habla actualmente en Euskadi de consolidar la paz, ponencias de paz, comisiones parlamentarias para diseñar la paz, etc… puede suponer que estamos en una situación bélica o de tregua amenazada entre dos batallas. Pero la sencilla realidad es que aquí vivimos en lo que se llama ‘paz’ en toda tierra de vecinos: tenemos instituciones democráticas que funcionan –regular, como en los demás sitios– unas leyes discutidas pero vigentes, una población ideológicamente diversa que convive con mayor o menor armonía, preocupada por la crisis económica y la pérdida de puestos de trabajo, una capacidad productiva que sin duda ha conocido épocas mejores aunque todavía sigue siendo envidiable para otras regiones españolas y europeas, etc… Desde luego, nuestra organización terrorista autóctona aún no ha entregado las armas ni aceptado su disolución definitiva, pero últimamente sólo aparece en la prensa cuando detienen a sus residuales efectivos, no cuando comete atentados. Aún cuenta con simpatizantes en las calles y con representantes políticos que les son próximos y favorecen su nostálgica exaltación, pero peor es lo de la Mafia o la Camorra y nadie dice que Italia no esté en paz. De modo que tampoco parece que deberíamos agobiarnos tanto.
Los que se han metido en el enredo de la ponencia de paz tropiezan entre otras cosas con el tema de establecer institucionalmente la memoria de lo acontecido. Es un asunto extraordinariamente confuso, como ocurre en todos los intentos de establecer por ley una ‘memoria histórica’. Lleva a contradicciones insolubles: este verano me pareció oír que Patxi Zabaleta abogaba por una amnistía de los terroristas pero sin olvido de lo ocurrido, cuando resulta que ‘amnistía’ significa precisamente ‘olvido’, al menos para quienes recordamos un poco del griego que aprendimos en el colegio… cuando en los colegios se enseñaba griego, claro. La verdad es que la memoria y la historia no son ni mucho menos lo mismo y tratar de homogeneizarlas por decreto o por acuerdo político es cosa estrictamente imposible y probablemente indeseable. Lo explicó muy bien el maestro Tony Judt, al que me permito citar en extenso porque merece la pena: «Yo creo profundamente en la diferencia entre la historia y la memoria; permitir que la memoria sustituya a la historia es peligroso. Mientras que la historia adopta necesariamente la forma de un registro, continuamente reescrito y reevaluado a la luz de evidencias antiguas y nuevas, la memoria se asocia a unos propósitos públicos, no intelectuales: un parque temático, un memorial, un museo, un edificio, un programa de televisión, un acontecimiento, un día, una bandera. Estas manifestaciones mnemónicas del pasado son inevitablemente parciales, insuficientes, selectivas; los encargados de elaborarlas se ven antes o después obligados a contar verdades a medias o incluso mentiras descaradas, a veces con la mejor de las intenciones, otras veces no. En todo caso, no pueden sustituir a la historia» (en ‘Pensar el siglo XX’, ed. Taurus). Moraleja: es mejor que establecer las frágiles y dolientes verdades del pasado sean tarea de los historiadores y no resultado de conveniencias políticas. Por lo demás, la memoria que cada cual guarda de lo que ha vivido nunca puede ser sustituida por decreto.
Por lo visto, la ponencia de paz y convivencia tiene un suelo cuya moqueta es la ética. Es deseable que quienes vayan a pisar ahí lo hagan con los zapatos bien limpios de barro antiguo y sobre todo de sangre seca. Pero no es fácil determinar qué novedades va a aportar esa moqueta, tan importante y discutida. ¿Qué otra cosa va a decir la ética, sino que los asesinatos, la extorsión, la intimidación, la tortura, etc… son inmorales y van contra la decencia humana, por no hablar de la democracia? Francamente, para establecer esa conclusión no hace falta una comisión parlamentaria. ¿Servirá en cambio la ponencia para relativizar la ética que conocemos ya, para decir que esos atropellos estuvieron más o menos justificados por las circunstancias, que a nadie se le puede hacer sentir culpable puesto que tantos culpables hubo, que como todos somos pecadores –¡incluso el Papa, ay Dios mío!– más vale que nos olvidemos de llamar pecados a los pecados? Llegar a esa conclusión no sería establecer un suelo ético sino ver la ética por los suelos. Según la cofradía bildutarra, en el País Vasco las últimas décadas no ha ocurrido nada de especial: hay víctimas de la guerra civil, de abusos policiales, violencia de género, etc… como en otros lugares. Es verdad que también ha habido terrorismo, una lacra no tan común en el resto del país, pero esa especialidad local hay que considerarla dentro del conjunto de los males globales. O sea que tampoco ha sido para tanto y presoak kalera, que es a dónde queríamos llegar…
Francamente, todo este esfuerzo por poner un remiendo acomodaticio a la realidad desgarrada a sangre y fuego suena a ‘pasión inútil’, como diría Sartre. La sociedad vasca tiene leyes, instituciones democráticas y muchos problemas que resolver en el presente y en el futuro como para ocuparse tanto del pasado. La única novedad no ética sino política que nos convendría a todos sería la desaparición completa y definitiva de ETA, pero eso no puede decidirlo ninguna ponencia parlamentaria por bienintencionada que sea.