JOSU DE MIGUEL BÁRCENA / Abogado y Profesor de Derecho Constitucional, EL CORREO 20/09/13
· La condición de vasco es en principio una ventaja en Cataluña. Ambos pueblos se admiran mutuamente por la lucha secular en el mantenimiento de su cultura y su lengua frente a la asimilación española.
En las relaciones personales las presentaciones y las conversaciones posteriores siempre son cordiales hasta que por un motivo o por otro se desvela que el interlocutor vasco no es nacionalista: entonces, pueden empezar las suspicacias y la magia del origen étnico diluirse. El ciudadano catalán, que hasta ese momento ha podido mostrar su admiración por la forma en la que los vascos han defendido su identidad, se desmarca de la solidaridad entre naciones oprimidas y termina por dejar caer algo sobre las ventajas fiscales de las que disfrutan vascos y navarros.
Esta anécdota representa muy bien el momento de las relaciones históricas entre el nacionalismo vasco y el catalán. El presidente Mas escribió el 10 de septiembre un artículo en el New York Times muy curioso. Al margen de la sarta de mitos e inexactitudes históricas –por llamarlas de alguna manera– que contenía, entre las que obviaba la pertenencia de Cataluña a la Corona de Aragón o recordaba el origen tribal de la nación mediterránea, en uno de los párrafos se soltó el pelo y dijo aquello de que España había hecho «concesiones financieras» a los vascos. Mas tiene una memoria horrenda. En la presentación del tercer volumen de sus memorias, en abril de 2012, el expresidente Jordi Pujol recordó que en el momento de elaborarse el primer Estatuto, se planteó la posibilidad de que Cataluña reivindicara un concierto a la vasca, pero el Parlamento regional rechazó la propuesta por «insolidario, reaccionario y medieval». Estos olvidos son lógicos si uno termina creyéndose que la historia de Cataluña se extiende desde la edad de piedra hasta el 11 de septiembre de 1714. A partir de ahí solo existen, por lo visto, anomalías.
Hace pocas fechas, algún medio catalán reflejaba el malestar que entre el nacionalismo catalán habían causado las declaraciones de Urkullu en las que señalaba que era injusto que el Estado repartiera un déficit a la carta, en la medida en que se castigaría a las comunidades que habían cumplido con las medidas de corrección de las finanzas públicas. Aquello fue una ofensa terrible. Existe la sensación, entre el nacionalismo convergente catalán, de que los vascos no tienen amigos en la causa contra el Estado, porque los intereses de Cataluña y de Euskadi son completamente distintos.
Efectivamente, en el nacionalismo vasco se perciben los movimientos catalanes con cierta distancia y escepticismo. En primer lugar, Cataluña lidera ahora la reivindicación del principio de las nacionalidades en Europa y en el mundo. Ello deja en segundo plano a una región que durante años fue noticia porque un grupo armado ejercía el terrorismo para liberarse de España. Al margen de esta cuestión de liderazgo y vanguardia, en algunos sectores de Euskadi puede causar cierta preocupación que pase lo que pase con el problema catalán, el régimen de concierto económico pueda verse afectado en una hipotética reforma del Estado en términos territoriales. Cualquier escenario es negativo. Un modelo de concierto para Cataluña puede disminuir la sobrefinanciación que recibe el País Vasco, gracias a la sustantiva aportación que de forma suplementaria realizan aquella y otras comunidades pudientes a la solidaridad nacional. Por otro lado, la independencia de Cataluña abocaría a una revisión de las relaciones financieras entre el Estado y el País Vasco, pues como región rica tendría que aumentar la suma global destinada a la nivelación regional. Desde hace unos años se viene diciendo que el encaje sociopolítico de Euskadi en España es el concierto. Sea o no cierto, lo paradójico del asunto es que una secesión catalana puede abocar al nacionalismo vasco, representado por el PNV, a una situación compleja, en la medida en que sin planteárselo, vería afectado no solo su discurso, sino una estrategia institucional donde se vienen esbozando vaporosas propuestas sobre el «encaje de Euskadi en España».
Más allá de estas cuestiones, para alguien que haya vivido en el País Vasco y Cataluña resulta patente que en el plano de las propuestas más radicales, el nacionalismo catalán, incluso el representado por CiU, ha hecho suya la afición por la ingeniería social y política. Desde hace dos años, la democracia es hoy en Cataluña un simple sistema de creencias, no una forma de autogobierno, articulado esencialmente a través de una geolingüística donde predominan aforismos que recuerdan a la aventura política realizada por Ibarretxe o al viejo discurso del abertzalismo vasco. De este modo, «el derecho a decidir», «la transición nacional», «las estructuras de Estado» o «la relación amable con España», por supuesto, cuando se deje de formar parte de ella, son frases y conceptos que políticos y medios de comunicación públicos y privados catalanes han hecho suyos sin mayor reflexión crítica. En estas condiciones, todo es posible, menos plantear un debate serio y objetivo en el que los ciudadanos puedan ser consultados sobre la conveniencia de que Cataluña tenga Estado propio. Debate que aún pudiendo, no se quiere realizar en Euskadi.
JOSU DE MIGUEL BÁRCENA / Abogado y Profesor de Derecho Constitucional, EL CORREO 20/09/13