Euskadi tras los tiempos del cólera

MANUEL MONTERO, EL CORREO – 17/08/14

Manuel Montero
Manuel Montero

· La normalidad alcanzada sin normalización negociada crea para el nacionalismo un ámbito engorroso.

El nacionalismo prefiere la épica a la política. Tiene a más luchar por el autogobierno que gestionarlo. Su representación simbólica no es la ikurriña en el mástil institucional sino cuando la llevan jelkides en las concentraciones del partido, mirada decidida, un pueblo en marcha.

En el nacionalismo radical la épica trascendente adopta el aire de una razzia, por el convencimiento de que la política es la continuación de la guerra por otros medios. La sumisión del diferente, visto como enemigo, es la única opción para el que se siente en posesión de la verdad.

La normalidad social del periodo posterrorista sienta fatal al discurso nacionalista, pues a este ambiente recién llegado no le va la épica y le repugnan las razzias. Ha desaparecido la cotidianidad agónica, en la que, si bien la agonía era de los otros, se gestaba el caldo de cultivo para imaginar inminentes conquistas históricas, léanse territorialidades y autodeterminaciones. Por eso la normalidad alcanzada sin normalización negociada crea para el nacionalismo un ámbito engorroso. Los ‘nuevos tiempos’ están dando en coagulados: las situaciones se solidifican sin cambiar de estado.

En la nueva época Euskadi da en un déjà vu permanente. Sin capacidad de renovación, sobreviven tics desfasados, que se hacen cansinos. Evocan conceptos homéricos cuando la épica ha quedado trasnochada. Quedan antiguos, una vez quedaron atrás los años del cólera. Pervive así la idea de que la política vasca tiene una finalidad trascendente: no mejorar la sociedad o afianzar la convivencia –idea que no se usa sino como recurso retórico–, sino avanzar hacia un lugar in/determinado. Este no suele definirse, por lo que no sabemos bien adónde vamos, pero sí sabemos que hacia allí vamos. En el discurso del lehendakari, tenemos que «avanzar hacia el futuro», territorio inconcreto, pero lo fundamental es que tenemos que avanzar, somos un pueblo en marcha. Ya nos dirán dónde cae el futuro. De paso, quedan condenados los inmovilistas, otro estereotipo pretérito que hace furor en esta época.

Vivimos en un proceso, en eso hay consenso nacionalista, sin que discrepe el otro campo, tan menguante. Estamos en un «proceso de resolución» asegura la izquierda abertzale, quiera lo que quiera decir el aserto. Busca «profundizar en el proceso». Estamos en «un proceso de paz», matiza el PNV. Así las cosas, llevamos ya unos quince años en ‘el proceso’, que dura bastante más que la novela de Kafka, una guía.

Así, el País Vasco sigue siendo el reino de los tropos. No se renuevan los conceptos, sino la forma de llamarlos. «ETA ha dejado de ser un actor armado» decía Sortu al traducirnos su último comunicado, sin duda tras un ímprobo esfuerzo hermenéutico, dada la vaciedad del texto. ‘Un actor armado’: la expresión, a lo mejor importada de Colombia, es una frivolidad. ¿La organización terrorista que asesinó a cientos de personas era simplemente ‘un actor armado’? Este neolenguaje a veces quita el hipo.

Algunas de las nuevas metáforas adoptan un aire angelical. Está el ‘desmantelamiento de las estructuras armadas’, que no por repetido deja de apelar a la mística, pese a su aire técnico. Y sorprende el uso de ‘las juventudes de Sortu’, que suena amable, casi como las ‘Nuevas Generaciones de HB’. Ha cambiado la designación, pero no la práctica, pues siguen con los vicios violentos, ataques a sucursales bancarias, vídeos que los muestran y amenazas a quien denuncia el desmán. Cambian los nombres pero la cabra tira al monte.

Entre los decires esotéricos que ahora nos rodean destaca otro: la construcción de la paz. «Nos toca construir la paz»: los deberes nos los pone Bildu y la tal edificación va penetrando en el lenguaje políticamente correcto, la misión que nadie discute. Lástima que no se nos informe de qué va. A primera vista, se diría que consistiría en difundir los valores democráticos en quienes los han desconocido, pero no parece que vaya por ahí. Tampoco por la exigencia de la disolución de ETA. Conclusión: el mantra se refiere a lo de siempre, cambios políticos en un sentido soberanista. Pues la paz, concepto tan manido entre nosotros, queda asociada, una y otra vez, a ceder a pretensiones del terrorismo, siquiera a título póstumo. La paz prostituida, podríamos decir. Nada nuevo bajo el sol.

Para tal fin, sigue funcionando uno de los comportamientos tradicionales de los partidos vascos: hacer planes y propuestas para que los cumplan otros, en esa incesante transferencia de responsabilidades característica de la política vasca. Desde Bildu exigen a Urkullu que «se moje por la paz» –«hasta las cachas», en palabras del secretario general de EA–. Urkullu exige algo parecido a Rajoy, en lo referido a la política penitenciaria. El PSOE, al que últimamente le gusta ponerse en medio y equidistar, exige a todos que dejen de ser inmovilistas. El PP, etéreo, es en esto más flojo. Lo importante: una y otra vez se lanzan exigencias a los demás para que asuman las posiciones propias. Si el esfuerzo dedicado estos años a tal empeño lo hubiesen consumido en cambiar sus programas en aras de la convivencia democrática, hubiésemos avanzado hacia algún sitio razonable, ya que de avanzar se trata.

Ayunos de épica, nuestra política no encaja con la creciente normalidad ambiental. Se mueve en espiral, repetitiva, tediosa. Está donde estaba, edulcorando las ansias de rupturas con un fárrago de eufemismos. Ya que somos incapaces de cambiar, cambiemos las palabras, han debido de pensar los adalides de los nuevos tiempos.

MANUEL MONTERO, EL CORREO – 17/08/14