Este es el resumen de las hazañas del ministro del Interior en las dos últimas semanas: organizar una pelotera histórica en la Guardia Civil sin otra causa que un brote de histeria ministerial (¿o monclovita?), trufada de soberbia. Desafiar al poder judicial, algo muy propio de gobiernos populistas y de jueces en excedencia política. Mentir a las dos cámaras del Parlamento. Devolver al primer plano de la atención pública el asunto más vidrioso del Gobierno en relación con la pandemia, su gestión irresponsable del 8-M. Finalmente, permitir que se firme primero y se filtre después un papel estúpidamente autoinculpatorio. Todo ello, en medio de una crisis descomunal en el país.
La primera pregunta obvia es qué tiene que suceder en el Gobierno de Sánchez e Iglesias para que alguien dimita o sea cesado. La segunda, aún más obvia, es cómo se comportarían los del dúo gobernante si ocurriera un episodio semejante estando ellos en la oposición y la derecha en el Gobierno. Siempre la ley del embudo, la única que todos cumplen en la insalubre política española. La tercera, la más inquietante, es hasta dónde se rebajarán los estándares de la higiene institucional en nuestra democracia.
A estas alturas, es ya ocioso debatir la causalidad directa entre el cese del coronel Pérez de los Cobos y el procedimiento judicial sobre el 8-M. Por si las evidencias no fueran suficientemente abrumadoras, el documento que este martes difundió El Confidencial resulta conclusivo. La purga en sí misma y la forma de ejecutarla fueron a la vez antijurídicas y antipolíticas. Lo primero, porque nacen de una intromisión ilícita del Ejecutivo en una instrucción judicial. Lo segundo, porque suponen un paso más en el camino del conflicto entre instituciones del Estado que este Gobierno no ha cesado de recorrer desde su nacimiento (me refiero a junio de 2018).
Dice ahora Marlaska que su decisión arbitraria buscaba “evaluar una disfunción”. Más le valdría al presidente del Gobierno empezar a evaluar la disfunción en que se ha convertido su ministro del Interior, en lugar de hacerse corresponsable de ella —en realidad, máximo responsable—.
La sociedad necesita poder confiar en sus gobernantes. Singularmente, en los responsables directos de la seguridad pública. Cualquiera que haya pasado por el Ministerio del Interior sabe que algunas cosas quizá sean pasables —con manga ancha— en otros puestos, pero quien ocupa ese sillón no puede permitírselas sin quedar descalificado de raíz. Una de ellas es agitar y desordenar gratuitamente a las fuerzas del orden y a los jueces. Otra, mentir con descaro en el Parlamento. La tercera, que se te escapen los documentos reservados. Marlaska ha caído en todas ellas. Por eso la pérdida de su credibilidad es ya irremontable, y será un lastre para el Gobierno mientras lo sostengan en el cargo.
Es cierto que mentir al Parlamento es gimnasia cotidiana de los gobernantes en España; a ratos lo hacen por necesidad y a ratos por mantenerse en forma, visto que resulta repetidamente impune. Pero hacerlo es el equivalente político de cometer perjurio en un tribunal de Justicia. Si una cosa acarrea consecuencias penales, la otra debería conllevar efectos políticos igualmente drásticos. En su día, Sánchez consideró que la mera sugerencia de que el testimonio de Rajoy en un juicio no fue fiable era motivo suficiente para derribar no a un ministro sino al Gobierno entero. Este perjurio político de Marlaska es mucho más grave y peligroso —aunque igualmente cínico— que aquel de Rajoy. Siempre la ley del embudo.
Lo de los nombramientos de libre disposición —traducido en la práctica como de libre capricho— tiene sus límites cuando se aplica a un cuerpo sometido a disciplina militar, con una rígida organización jerárquica que ordena de forma precisa los métodos de promoción interna de sus mandos y adiestrado en la obediencia ciega, precisamente porque excluye de su funcionamiento la arbitrariedad en las decisiones.
No puede ser lo mismo destituir de un mandoble a un alto mando de la Guardia Civil o del Ejército que desprenderse de un asesor de comunicación o de un director general. En el primer caso, la expresión ‘pérdida de confianza’ adquiere connotaciones que lindan con el honor, y no puede usarse como salvoconducto para aplicar escarmientos políticos. Sobre todo cuando el represaliado se ha limitado a cumplir con la obligación que la ley le impone. Si Marlaska y Gámez no han comprendido esto, quienes están sobrando son ellos.
El Gobierno esparce estos días la peligrosa especie de un imaginario golpe de Estado (alguno de sus exégetas más refinados lo llama “ofensiva térmica”), que no es otra cosa que un burladero de sus propias deficiencias. Primer curso de populismo: si fallas en la gestión, monta una trinchera. Pero las situaciones más desestabilizadoras no se las ha creado la oposición —que sigue a tomar uvas— sino sus propias torpezas. La penúltima de ellas ha sido este increíble desaguisado con la Guardia Civil que, como dice Nacho Cardero, terminará con los responsables de Interior dando explicaciones a una jueza. Sería un gran avance si los dirigentes políticos decidieran asustar menos con golpes de Estado y abstenerse más de propinar golpes al Estado.
La portavoz resucitó este martes la afamada expresión mariana “esa persona de la que usted me habla” para referirse al coronel Pérez de los Cobos. No descarten ver próximamente al mismísimo Grande-Marlaska tratado también como “esa persona de la que usted me habla”. Lo tendría merecido, por manazas.