José María Ruíz Soroa-El Correo

Se debe reformar la Administración para dotarla de una capacidad de afrontar la gestión de las necesidades de la sociedad en un mundo cada vez más complejo

Tardío y mediocre. A primera vista, esos son los términos que cuadran al comportamiento que ha tenido la Administración pública española en su encuentro con la pandemia. En primer lugar, ese comportamiento empezó por ser reactivo en lugar de proactivo: al sector público le costó mucho detectar e identificar la importancia del problema que se le venía encima, a pesar de los claros precedentes extranjeros. No fue capaz de anticiparse a los hechos adoptando medidas de contención y de acumulación de recursos, sino que fue arrastrada por ellos. En segundo, su reacción fue de muy pobre eficacia. Hablan los resultados: España lidera la clasificación de porcentaje de muertos, de los cuales (tomo el dato de este periódico) el 70% no fueron hospitalizados. Lidera también la de porcentaje de sanitarios contagiados. Son índices objetivos de la mediocre calidad de una gestión, que no puede achacarse a razones biológicas, geográficas o culturales, sino que apuntan despiadadamente a un mal desempeño por parte de la Administración. Y es que la misma invocación de la heroicidad de sus sanitarios, tan manida como cierta, está poniendo de manifiesto un fallo institucional: los héroes sociales aparecen allí y cuando las instituciones competentes no llegan, ambos actores correlacionan inversamente y la historia no hace sino proporcionar ejemplos de ello: ¡Desgraciado el país que tiene muchos héroes!

La cosa no acaba ahí, sin embargo. Porque sucede que, de una manera también muy idiosincrática, la política española ha puesto ya en funcionamiento unos mecanismos típicos que auguran que no existirá al final una evaluación seria del funcionamiento de la Administración ante la crisis, una evaluación que sirva para aprender y reformar lo que es necesario. Porque sin evaluación no hay corrección. ¿Cuáles son? Por un lado, se ha sustituido el análisis reposado de la gestión por la crítica desgarrada, hecha además desde el sectarismo político, atribuyendo por elevación al Gobierno mismo toda la responsabilidad de los fallos ocurridos. Y sucede que hacer de un caso de mala gestión administrativa un caso de política malintencionada produce como efecto inevitable que el propio Gobierno se blinde y, sobre todo, blinde también a la Administración que dirige, negándose a admitir cualquier error por su parte. Lo que queda al final es un «¡Viva el 8 de marzo!» o un «¡Gobierno asesino!», pero la evaluación y el aprendizaje de lo ocurrido salen de la esfera de lo posible.

Por otro lado, llevar al territorio del Derecho Penal y de los jueces de instrucción lo ocurrido es peor que un dislate jurídico: es un error que garantiza al país que poco, si algo, se aprenderá de lo sucedido en términos de gestión pública. Al final, buscar con un candil y un garrote a la persona o personas supuestamente culpables del desastre lo único que produce es el efecto contrario al que se dice buscar: ocultar al verdadero culpable, que no lo es tanto una o unas personas como unas instituciones administrativas que han funcionado mal.

Bien está que se reclamen más medios y más financiación para un sector público que tantas grietas ha mostrado en su misión de proteger a la sociedad. Pero de nada servirá el puro incremento de medios si no se emprende una reforma de raíz de su organización y empleo. La cuestión no es tanto la de crear un sector público sanitario más grande, como la de poseer uno más capaz, que no es lo mismo. En otras palabras, es la ocasión para acometer una tarea siempre demorada entre nosotros, tal que la de reformar la Administración para dotarla de una capacidad real de afrontar la gestión de las necesidades de la sociedad en un mundo cada vez más complejo e impredecible, un mundo que cada vez se sale más y más de los protocolos.

Hay defectos estructurales endémicos que lastran a la Administración española, sea cual sea su tamaño. Por ejemplo, la ausencia de una dirección profesional y por objetivos de las unidades funcionales, en lugar de la cual crece imparable de Gobierno en Gobierno la explotación parásita de los nombramientos de directores generales y cargos parapúblicos. O la renuncia consciente a la búsqueda y captación de la inteligencia y la excelencia: nuestro sistema de empleo público está diseñado para satisfacer al funcionario de base, no para atraer al individuo que descuella. O la tendencia dominante a convertir la gestión pública en una aplicación mecánica de protocolos y directrices, en lugar de un saber afrontar directamente datos y evidencias. Y, cómo no, al final el problema de la falta de transparencia en la gestión y de verdadera rendición de cuentas por sus resultados.

Son todos problemas muy técnicos, muy alejados de los grandes relatos que los chamanes políticos nos cuentan para excitarnos, pero son los problemas que habríamos de afrontar para mejorar. Si es eso lo que queremos. Lo que dudo.