Gregorio Morán-Vozpópuli

  • No hay aniversario del golpe de Estado sin descubrir algún dato nuevo. Ahora parece que fue el general Juste, el de la Brunete de Madrid, el íntegro militar que frenó la intentona

Sobrevive una generación a la que no le queda más que un cierto sentido del humor, cercano al sarcasmo. Nacimos en los años duros del franquismo, pasamos por aquel embeleco denominado tardofranquismo, vivimos la larga agonía del Caudillo –¡a qué viene todo eso del champán en la nevera, si tardó más de un mes, y cada día era una depresión multiplicada! ¡Ansiolíticos muchos, espumosos ninguno…niños crédulos de padres fantasiosos! Al fin se murió el caimán y todo fue silencio. Estaba convocada una huelga general para tan esperado día, el del 23-F, pero no se llegó a imprimir ni un panfleto; me consta porque me ocupaba de eso.

Luego llegó la Transición. Nos la trajeron a casa, aseguraban, por el miedo que nos tenían. Y sonreímos satisfechos: nos merecíamos un gesto. Sin Juan Carlos I no hubiera habido transición alguna, pero sin Adolfo Suárez menos. Como éramos una sociedad servil, el culpable nunca es el Señor sino el que da la cara. A Suárez le odiaron con un furor sólo comparable a la docilidad con la que le ensalzaron. Debía conformarse con ser mayordomo y quiso convertirse en líder. Los detalles los tengo ya reiteradamente contados.

Fue entonces cuando ocurrió el 23-F del 81. Cada diez años, que es el período que se sigue para que los yogures de la historia no caduquen, voy descubriendo hallazgos de los manipuladores. No hay aniversario sin alguno nuevo. Ahora parece que fue el general Juste, el de la Brunete de Madrid, el íntegro militar que frenó la intentona. Cualquier mando que hubiera conocido a Juste se desternillaría de risa porque era incapaz de dar un golpe y menos aún de pararlo. Lo suyo era mirar, poco, y ver, menos aún. Ni los protagonistas del golpe le concedían el crédito del valor y menos aún el de la clarividencia. Ahora lo saca a colación el Rey Emérito desde su residencia en Abu Dabi como confidencia a una periodista que sabe de aquello lo mismo que yo de los agujeros negros. Tratándose de un mentiroso compulsivo -cosa que ahora se puede decir sin que te borren el párrafo, como solía hacer la editorial Planeta con mis libros- el objetivo siempre peregrino y obvio de su Majestad el Rijoso consiste en lograr sacar del 23-F a quien le puso delante el espejo de su frivolidad: Sabino Fernández Campo.

La impunidad del Monarca

El 23-F es incomprensible sin ponerle a la historia las dosis sarcásticas de un niñato que consideraba la política como la más aburrida de “sus” bellas artes. Hoy, con lo que ha ido cayendo, nadie se sorprende de la impunidad de aquel Monarca que convertía su voluntad en derecho, el que llamaba a los magnates catalanes -hoy tan identitarios, ellos- para advertirles “el barco se ha quedado viejo”, es decir, “deberíais hacerme el regalo de otro, que buen dinero estáis ganando”. O pedirle al Sha de Persia fondos contra el comunismo, para quedarse con ellos. Hacía lo que le petaba, pero Adolfo Suárez también quería hacer lo propio con las trampas que consiente ser el jefe del partido que gobierna… incluso antes de ser un partido.

La legalización del PCE irritó a todos los poderes. Al Rey y a Torcuato Fernández Miranda les parecía prematuro. Los militares se sintieron engañados y Suárez se acreditó como otro mentiroso compulsivo al que trataban de atenuar los discursos galaicos de Fernando Ónega con su definitivo e insulso “puedo prometer y prometo”. ¿Cuándo haremos el listado de plumas egregias que sirvieron al Suárez presidente? ¿Se llamaría a eso fondo de reptiles? No, por Dios, si lo hacían por patriotismo, por la democracia y por los emolumentos fuera de impuestos. Algunos le cogieron el gusto a la cosa y siguieron con Felipe González, “ahora con la conciencia tranquila”, decían los desalmados.

Para tener contenta a su parroquia y a la querida de lujo que le encandilaba, el rey emérito enseñaba los fondos de la alfombra. Para quitarse de encima a Adolfo Suárez facilitó que quienes querían echar abajo la Constitución, la frágil democracia y todo lo que el tácito consenso había establecido, operaran con una especie de salvoconducto. Recuerdo a Carlos Ferrer Salat, primer presidente de la CEOE, otro rijoso suicida, apelando poco menos que a la insurrección contra Suárez. A Herrero de Miñón, el listo casposo de la clase, llegando a la traición y pactando bajo mano con el adversario Fraga Iribarne, que por lo demás le detestaba por majadero con pretensiones de Fouché. Tarradellas desarrollaba su inquietante “golpe de timón”. Herri Batasuna recibía al Rey en Guernica como el Virrey a derribar.

Y entretanto su Majestad el Emérito conspiraba con Armada haciéndole la cama a Suárez y cada alto mando militar se creía aspirante a Mola o Sanjurjo. La sobremesa en la Zarzuela, el Emérito excusándose de ausentarse para cumplir con la próstata, y el arma que se posa en la mesa. Más claro agua, o te vas o te suicidas o te echamos. Está contando en Ambición y destino, no voy a repetirme en los detalles. Pero todo salió al revés, se precipitó. Cada uno quería su lugar en la historia y Suárez les obligó a asumir sus querencias.

Había tres patas; poco para una mesa y mucho para caminar. Milans, un viejo rancio ante la última oportunidad de su vida de salir de cacería y sin riesgos. Tejero con su talento que apenas alcanzaba el tricornio del que nunca salió. Y Armada, el productor de camelias, gran empresario de la floricultura, Opus Dei, taimado, oscuro, conspirador hasta de su sombra. Su castillo de naipes chocó con la realidad y el Emérito se dio cuenta. Bastaba Sabino para apuntárselo. Toda la bisutería de Alfonso Armada no valía una corona. Algo indiscutible y por principio: sin el papel que desempeñó el Rey Juan Carlos el golpe se hubiera consumado. Lo frenó él ante una sociedad acojonada que esperaba la voz del Salvador por un transistor o una vieja televisión en blanco y negro. Algo insólito que no facilita sacar pecho.

¿Interrogantes? Muchos. La nunca precisada trama civil, que debió ser tan poderosa e imperecedera que aún nos es ignota. Pero, por favor, humildad y nada de retórica. El representante del PNV pide luz sobre ese pasado. Mejor callado. ¿O es que acaso su partido va a contar que el lehendakari Garaicoechea estaba follando con una periodista -amiga mía, por cierto- y que se pasó el golpe entre sábanas? Somos una generación obligada a ser discreta y con ese rasgo de dudosa valentía, desapareceremos.