ABC 07/06/15 – JON JUARISTI
· El mercado de la crisis nos devuelve el encanto ancestral del trueque y del regateo.
Adoro las hamburgueserías o, más exactamente, la más extendida y escocesa de sus franquicias. El prejuicio antiliberal trata de amargar la fruición de sus especialidades –o impedirla directamente– mediante insidiosas alusiones a la sobreexplotación de los currantes, pero si todos los que tiramos de hamburguesería para el almuerzo cotidiano dejáramos de hacerlo se perderían miles de millones de empleos en el planeta y prosperarían el yihadismo y la desnutrición de masas.
La fórmula de la hamburguesería resulta sencillamente macanuda, como dice con retruécano porteño Carlos Rodríguez Braun. En lo que llevamos de historia, nunca se conoció antes tal cantidad y tan ubicua y barata de proteína saludable y sabrosa como la que atiborra las hamburgueserías. Me refiero a la historia del capitalismo, lógicamente. En la de los demás modos de producción se han muerto de hambre hasta los faquires.
Es cierto que también he afirmado que la hamburguesa, con su reducción a un amasijo único de carne de diversa especie, calidad, procedencia, etcétera, constituye un símbolo de la entropía cultural de la posmodernidad, que lo nivela todo para su fácil digestión mental. Acuñé además el término burguer
sía o hamburguesía para referirme al magma sin atributos que va sustituyendo en todas partes a las moribundas clases medias. Pero sería injusto silenciar el hecho de que, gracias precisamente a su exceso de burocratización, el modelo de la hamburguesería ha recuperado algo del encanto arcaico de los mercados precapitalistas en los que era preceptivo el regateo, pues las sociedades tradicionales se resistieron a que los intercambios se convirtiesen en actos puramente económicos, sin calor humano y sin conversación.
Cada mañana, cuando entro en mi hamburguesería favorita, se produce la misma situación propia de día de la marmota. Examino las ofertas de menús o combinados de desayuno que aparecen en los paneles sobre las cajas registradoras y selecciono una de ellas, que consiste, digamos, en un macondo –se trata de un ejemplo puramente imaginario- de salchicha y huevo con taza de café o té, cuyo precio asciende a tres euros. Bajo la visera de su cachucha de béisbol, la empleada de origen antillano (o alcarreño) sonríe levemente y abre el diálogo:
—Buenos días, caballero, ¿qué va a querer? (versión alcarreña: «hola, ¿qué quiere?»).
—Buenos días. Un macondo y un zumo de naranja, por favor. —El zumo de naranja no está en el menú, caballero. —Sí, ya lo sé- se trata de un complemento que cuesta un euro-. Pero quiero el macondo con el zumo. —Y ¿qué va a tomar con el menú, caballero? ¿Café o té? —Nada, sólo el macondo, señorita. —El macondo solo, fuera del menú, le sale por cuatro euros. Y con el zumo, serían cinco, caballero.
—Entonces, si es así, póngame el menú con el zumo de naranja, por favor, señorita.
—Claro, así se ahorra usted un euro. ¿Qué va a querer, caballero? ¿Café o té?
—Lo que a usted le cueste menos preparar, señorita. Ni lo voy a probar, porque los estimulantes me ponen de los nervios. Sorpréndame.
—Si lo prefiere, puede cambiar la bebida caliente por otra cualquiera. —¿Por cualquiera? —Sí. Por un botellín de agua mineral, por un refresco… —¿Y por un zumo? ¿Podría ser por un zumo? —Sí, claro que sí, caballero, pero sólo de lo que tengamos existencias…
—Qué bonito y qué metafísico eso de las existencias, señorita. ¿Tienen ustedes existencias de zumo de naranja? —Sí, caballero. —Pues entonces, un zumo de naranja, señorita. —Muy bien. A ver, un menú de macondo más zumo de naranja… tres euros justos, caballero.
Así funciona la cosa, con su oferta matinal de filosofía y aritmética. Hagan ustedes la prueba.
ABC 07/06/15 – JON JUARISTI