Ignacio Camacho-ABC
- A Illa se le reprocha que no ha hecho nada, como si eso fuese una lacra para hacer carrera política en España
Muchos españoles, de esa clase de ciudadanos en eterno y gratuito estado de recelo que les lleva a sentirse siempre mal gobernados, tienden a pensar que en medio de una pandemia devastadora y persistente convendría que el ministro de Sanidad fuese un profesional sanitario. Un experto en salud pública o al menos alguien que aunque no sea médico sepa algo de hospitales, fármacos y tratamientos. Una persona que se acuerde de comprar jeringuillas adecuadas cuando empieza una campaña de vacunación masiva, por ejemplo. Pero ésta es una idea pedestre y arbitrista que revela un concepto trasnochado y esquemático de la política e ignora que la gobernanza posmoderna necesita fórmulas mucho más imaginativas en la que lo importante es la comunicación, salir mucho en la tele y obedecer las consignas que reparten los gurús y los publicistas. Sólo desde una mentalidad antigua, refractaria a los cambios de paradigma, se puede pensar que una enfermedad que colapsa las UCI y mata seiscientas personas al día es un problema abordable desde el prisma limitado de la epidemiología o la medicina. De ahí la incomprensión popular sobre la esforzada gestión de un licenciado en filosofía (un filósofo es otra cosa) como Salvador Illa, o la decepción que entre quienes se enfrentan al Covid en primera línea causa el nombramiento de su sustituta Carolina Darias. Como prueba de este encuadre erróneo está Fernando Simón, que sí es médico pero donde de verdad brilla es en su faceta de pitoniso y comentarista de estadísticas.
La oposición y el periodismo le reprochan a Illa que no ha hecho nada, como si eso fuese una lacra para procurarse una carrera de dirigente en España. Nunca nadie ha sido destituido por ponerse de perfil ante las circunstancias, como solía recordar el socarrón Jesús Posada. En el Gabinete de Sánchez rige la máxima de eludir cualquier decisión antipática y el ya exministro ha bordado el papel de tipo atribulado por el drama, tan incapaz de una medida eficaz como de una mala palabra. Estaba ahí para eso, para adoptar el gesto exacto que en vez de ira provocase compasión por su fracaso. Ha cumplido la misión que le fue encomendada por el mando: eludir con expresión afligida cualquier tipo de responsabilidad ante el caos. Pero como toda impostura tiene un tiempo tasado, al final se le ha caído la máscara de hombre de palo porque la crecida del contagio exigía restricciones contraproducentes para su condición de candidato.
Su sucesora, funcionaria de oficio, llega con similar cometido: afrontar la epidemia con el enfoque político que el presidente impone desde el principio. Cambios mínimos. Estrategia de enroque y escapismo: que las autonomías se ocupen del virus con los actuales -y escasos- instrumentos jurídicos. Si Darias tiene siquiera voluntad de un eventual giro de estilo se verá cuando se sepa si Simón el Falsario continúa o no en su sitio.