Ignacio Camacho-ABC
- El desistimiento ante la fobia contra los símbolos de la Historia es la clase de vacío moral que preludia una derrota
Bastante peores que esas turbas necias -en el sentido literal: ignorantes- que derriban estatuas con desenfocada ira retroactiva son los dirigentes que las justifican o les siguen la corriente por oportunismo o cobardía. Los que las abanderan por sectarismo son igual de mentecatos, o tal vez no, pero en todo caso atizan la hoguera de intolerancia resentida porque la saben útil para su proyecto rupturista; en cambio, los contemporizadores, los transigentes, los biempensantes de guardia, sucumben a la tentación acomodaticia del mainstream renunciando al liderazgo intelectual y ético que exige la función política. Se suben al carro por puro seguidismo, por apocamiento o por la tentación populista de halagar el instinto de la masa como soporte de su hegemonía. Y
esa dimisión de la responsabilidad weberiana implícita en el ejercicio de su condición representativa constituye la causa esencial de la crisis de las democracias al sustituir la autonomía del debate de ideas por el sometimiento al vasallaje de las doctrinas. La complacencia con los energúmenos convierte a los estadistas en simples cabecillas.
No quedan apenas líderes capaces de enfrentarse con autoridad moral a los exaltados, a los fanáticos, y los pocos que se atreven son otros radicales de signo contrario. La izquierda europea, los demócratas americanos o los liberales de ambos continentes se han replegado por miedo a desafiar lo que entienden que es un pensamiento dominante aunque sólo constituya un arrebato de barbarie y atraso. En la sociedad occidental se ha desarrollado una especie de remordimiento -rayano en el autoodio- por haber creado un marco cultural de éxito palmario y el sistema de libertades más respetuoso del planeta con los derechos humanos. En vez de sentir orgullo, nos avergonzamos presos de mala conciencia y de un relativismo cohibido, de un pudor timorato. El gesto de hincar la rodilla expresa ese sentimiento culpable de contrición por actos que no sólo no hemos cometido sino que expresamente rechazamos en un ordenamiento jurídico de impecable escrúpulo democrático. Es sorprendente la pasión expiatoria y puritana con que el progresismo contemporáneo está siempre dispuesto a pedir perdón ante cualquier reproche falso; en los años setenta lo hizo rindiéndose de fascinación ante los déspotas bananeros o la tiranía de Mao y hoy ante los enjambres violentos que arrasan las efigies del pasado como expresión inequívoca de su encono autoritario.
Lo de menos es que sean Cervantes, o Shakespeare, o Colón, o Churchill las víctimas simbólicas de esta oleada de fobia. Mañana serán otros, porque se trata de una pretensión refundadora de abolir el presente impugnando la Historia. Y porque enfrente sólo hay encogimiento, timidez, una orfandad dolorosa de honra y de autoestima por la identidad propia. Esa clase de vacío desistido que preludia una derrota.