ABC 18/09/13
IGNACIO CAMACHO
El Partido Popular ha perdido al llegar al poder todo el airado interés que desde la oposición puso en el caso
De tanto ir y venir por la cocina de los juzgados, el plato del faisán ha llegado frío y duro a la mesa del tribunal encargado de juzgarlo. En primer lugar por causa de los golletazos que la Sala del juez Gómez Bermúdez le propinó a la instrucción del juez Ruz, limitando su alcance al podarla de implicaciones políticas. En segundo término porque el terrorismo ha desaparecido de las preocupaciones de la opinión pública y la lucha contra ETA, tan sufrida y tan cercana, se percibe ahora como un remoto vestigio del pasado. Y por último, lastbutnot least, porque el Partido Popular ha perdido al llegar al poder todo el airado interés que durante los años de oposición puso en el caso.
Al mando de la Policía está ahora, puesto de perfil, el senador que con más énfasis impugnaba el chivatazo. El entusiasta y combativo diputado que hostigaba sin tregua al Gobierno zapaterista y ponía de los nervios a Rubalcaba ha topado con la manifiesta apatía de su propio grupo parlamentario, bruscamente desentendido de las prioridades del caso. Los nuevos mandos de las fuerzas del orden contemplan el asunto con evidente incomodidad, como agua pasada que remueve un molino averiado. La acusación ha sido rebajada e incluso uno de los imputados iniciales ha fallecido. Y los dos principales acusados no parecen dispuestos a señalar instrucciones jerárquicas por encima de su rango; han trazado un cortafuegos de silencio y llegado el caso tal vez asuman la condena sin un pestañeo. No habrá más responsabilidades que las que conciernen a un sumario previamente desmochado.
Quizá nunca se sepa quién dio la orden, de dónde partió el infame mandato de abortar la detención de unos etarras mediante la filtración a los sospechosos de los planes operativos. Una ignominia en cualquier contexto que se agranda por su sospechosa coincidencia en el tiempo con las negociaciones entre la ETA y el Gobierno. La justicia llega tarde y mal, desprovista de eficacia investigadora, estrellada contra muros de sombra que protegen una supuesta razón de Estado. La exigua respuesta judicial no alcanza la mínima escala comparativa con la dimensión moral del caso, uno de los episodios más viscosos y denigrantes de la larga batalla antiterrorista. Una bochornosa y desleal connivencia con una banda de criminales. Una traición a las víctimas y una apostasía del deber más elemental de unos servidores públicos.
Lo más triste, que no lo más sorprendente, es la abdicación del partido que convirtió los hechos en una bandera política arriada por pragmatismo de poder. Los principios han quedado arrumbados en el desván de la conveniencia política. Las palabras, sin embargo, permanecen como testigos de la enojosa memoria. Está escrito en las actas del Congreso, cuando el anterior Gobierno hurtaba explicaciones y dilataba procedimientos: «La dignidad democrática no puede irse de vacaciones».