IGNACIO CAMACHO-ABC
La «batalla del relato» consiste en obstinarse en llamar a las cosas por sus verdaderos nombres y no por otros falsos
LA llamada Declaración de Arnaga, o de Cambo-les-Bains, tiene una ventaja sobre la Ley de Presidencia de Cataluña aprobada casi al mismo tiempo: el Tribunal Constitucional no va a anularla. Primero porque se ha producido fuera de España, y segundo porque no emana de una institución soberana creada al amparo de la legalidad estatutaria. Pero ambas son, dentro de su elemental diferencia, dos fantasmadas. Dos vacuas payasadas propias del delirio nacionalista y su desafiante mitología falsaria. Y esa inclinación por la majadería solemne, ese empeño gemelo en la distorsión de la realidad, esa tendencia al conflicto postizo, esa afinidad común por la impostura presuntuosa y forzada, señala en rigurosa coincidencia simultánea dónde y cómo se perfila el principal problema de España.
Ese problema consiste en que en el nacionalismo, a través de sus distintas vertientes y caras, ha construido sin apenas refutación una materialidad paralela asentada sobre un conjunto de patrañas. Una monumental posverdad, valga la sobada palabra, que funciona dentro de su burbuja sociológica como una convicción manifiesta, como una certeza revelada. Y ya se trate de las causas y consecuencias de la violencia vasca o de la aspiración soberanista catalana, ha logrado imponer, por ausencia casi general de objeciones, un marco mental de contundente eficacia. Un estado de opinión blindado por una embaucadora retórica de adulterada legitimidad democrática. El derecho a decidir, la mediación internacional, los presos políticos del separatismo o los «prisioneros» de guerra en la nomenclatura etarra, conforman una superchería triunfante ante la que las instituciones representativas y la propia sociedad española parecen haber decidido no hacer nada. Dejarla pasar, darla por no escuchada, esperarla a lo sumo en los tribunales como última frontera de la razón práctica.
Y es de eso de lo que trata este concepto en boga de «la batalla del relato». De persistir con idéntica o mayor contumacia que los farsantes en el combate contra el engaño. De rebatir sus embustes, sus trampas conceptuales, sus tretas y sus enredos nominalistas sin bajar ni por un momento los brazos. De obstinarse en llamar a las cosas por sus verdaderos nombres y no por otros falsos. De luchar contra la tentación de la renuncia o del aburrimiento o del cansancio, de sostener el pulso intelectual e ideológico sin ceder un palmo, de no resignarse a la simulación ni al apaño. De decir que no una y mil veces, tantas como sea –que lo será– necesario.
Si decaemos, si cedemos el paso, si desistimos de la narrativa de la verdad, ganarán los malos. Se impondrá, como se ha impuesto durante tantos años, la mentira de la lucha armada, o la del destino manifiesto, o la de la nación opresora y el régimen autoritario. Y un día, más tarde o más temprano, nos dejaremos dar sin resistencia un auténtico golpe de Estado.