DAVID GISTAU-El Mundo
LOS PROFESIONALES de la política vienen equipados de serie con unas tragaderas especiales para la transacción moral y la pillería. Esto puede haberlo potenciado esta época española que pertenece a los pícaros y a los impostores. Pero lo considero parte del aprendizaje de quien en la vida nada ha hecho salvo medrar en una endogamia partidista hasta el punto de considerar el asalto de los recursos públicos un botín obtenido por derecho.
Otra cuestión es la de los profesionales exitosos que se dan una experiencia en la política, a saber por qué. Siempre me he preguntado si ellos aprenden a transigir y a gestionar las podredumbres para conservar un cargo cuya fascinación jamás sabré explicarme o si nunca se acostumbran del todo, sino que se mortifican cuando se sinceran en soledad. Sobre todo si aquello que la política ensucia tiene que ver con la vocación a la que se entregaron durante sus mejores años.
Véase el caso de Grande-Marlaska. Un magistrado lleno de prestigio que sirvió contra el terrorismo y vivió en primera persona la profanación del derecho por parte de la política en los tiempos en que las togas debían mancharse con el polvo del camino y Otegi entraba en los juzgados preguntando: «¿Esto lo sabe el fiscal general?». No en vano, Grande-Marlaska investigó el chivatazo del Faisán, que debe de constituir un ejemplo paradigmático de atropello del derecho y sabotaje a un juez justificados por un posibilismo mendaz de la política cuando ésta no admite impedimentos legales a un propósito decidido. A lo mejor soy ingenuo, sobre todo porque no conozco bien el inframundo del Estado, pero tiendo a pensar que Grande-Marlaska hizo una reflexión parecida a ésta cuando era magistrado y pugnaba contra las intromisiones políticas.
Por eso me pregunto si se mortifica o no ahora que el mismo partido del Faisán vuelve a recomendar a las togas que se manchen con el polvo del camino, vuelve a fomentar una falsa empatía compasiva con los presos victimizados, vuelve a considerar la ley un impedimento de sus propósitos que ha de subordinarse a la política. Y, mientras, ha comenzado ya una campaña de erosión y abandono de los magistrados que, como Grande-Marlaska antaño, creen en lo que hacen y en aquello a lo que entregaron sus mejores años. Me gustaría que un día alguien me dejara subirme un instante en el coche de un ministro, a ver si así descubro qué fascinación tan poderosa opera ahí dentro que cambia a las personas y las hace peores con tal de seguir subidas.